VICENTE ECHERRI: Kennedy, la memoria y el símbolo




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Hubo un tiempo -que a mí me parece cosa de ayer- en que toda persona adulta se acordaba de lo que estaba haciendo, de donde y con quien se encontraba, en el momento en que supo la noticia de la muerte del presidente John F. Kennedy, de la que se cumple medio siglo. Era un punto de referencia entre gente de más de una generación.

Un sacerdote amigo, hombre de veintitantos años entonces, participaba de un retiro en la casa del general de los jesuitas en Roma, preparándose para su ordenación, cuando se supo la noticia y, en ese momento, suspendieron el retiro y los seminaristas fueron enviados de vuelta a sus colegios. Un periodista ruso cenaba en un restaurante de Helsinki cuando se fue corriendo la voz entre las mesas y, de repente, todo el mundo se quedó paralizado y mudo frente a su plato. Un empresario japonés, con quien conversé de este tema una vez, me contó que acababa de tomar un taxi, a la salida de casa de una amante en Tokio, y mientras componía en su cabeza la reunión de negocios con que habría de justificarle a su mujer la tardanza de aquella noche, el taxista puso la radio que traía la noticia del magnicidio. Llegado a su casa, el asesinato del presidente adúltero sirvió para justificar el adulterio del japonés. No se habló de otra cosas, y hasta su esposa terminó por echarse a llorar.

Conocí a un argentino que asociaba la muerte de Kennedy a un juego de bridge en un club distinguido de Mar del Plata; a una muchacha húngara que, en ese momento, pelaba papas en la cocina de un colegio; a un productor de Hollywood que desayunaba con huevos a la ranchera en su casa frente al Pacífico… Una escritora intentaba sin éxito terminar el capítulo de una novela y, desesperada ante su propia ineptitud, prendió la radio y la noticia la sacudió como un electroshock. Un fotógrafo recordaba el Nueva York desolado que no supo captar con su cámara; una prima mía estaba debajo del secador de una peluquería manoseando una revista de modas… Mi madre y yo despedíamos a una visita a la puerta de casa cuando una vecina vino a contarnos lo ocurrido, aquel 22 de noviembre de 1963.

Sin embargo, ya este recuerdo no es tan universal. Cincuenta años son muchos años aunque los que hemos pasado de esa edad no lo creamos. Más de la mitad de la humanidad ha nacido después y, descontando los que han muerto, son hoy una minoría del mundo los que pueden asociar algún momento de su vida con el asesinato de Kennedy. Además, ya puede verse como un recuerdo revelador y comprometedor que es mejor ocultar. Por ejemplo, departe usted con un grupo de jóvenes, con quienes se siente como un igual, y en algún momento de la conversación se le ocurre decir —grave error— “me acuerdo exactamente donde yo estaba cuando supe de la muerte de Kennedy”, y de inmediato, aquellos entusiastas camaradas guardan un silencio sobrecogedor porque acaban de darse cuenta de que usted es testigo de una época para ellos pretérita (igual que si alguien me hubiera dicho en 1963 que se acordaba del asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo). Un dato que certifica, por más ánimos y buena salud que usted tenga, que su juventud ya desertó.

A medio siglo de distancia, el asesinato de Kennedy sigue siendo tema de historiadores y da pie a la especulación. Este año, por cuenta del cincuentenario, se han publicado nuevos libros y artículos que vienen a sumarse a una gigantesca bibliografía. De nuevo se debaten la participación de Lee Harvey Oswald, la posibilidad de que hubiera un segundo francotirador, la intervención de la mafia y de la CIA, del exilio cubano y de Fidel Castro; así como se revisa la ejecutoria del presidente que, gracias a su glamour personal y a la muerte violenta de que fue víctima, sigue conservando un puesto entre los grandes mandatarios de este país, cuando el historial de su gobierno da pruebas más bien de ineptitud.

En cualquier caso, el asesinato de Kennedy trasciende los hechos políticos y la propia biografía del líder para convertirse en un símbolo. Los que no tienen edad para recordar los tiempos de su presidencia y su trágica muerte, Kennedy -como ha pasado con tantas otras figuras públicas- se reduce al nombre de una avenida, a un puente, una plaza, una escuela, un centro de las artes escénicas en la capital de la nación, que a fuerza de existir adquieren vida propia desasociados en la conciencia de muchos del personaje que les legó su nombre. Hace 25 años por estos días, cuando se conmemoraba el cuarto de siglo del crimen de Dallas, le oí decir a un niño —que miraba atentamente la portada de la revista Time donde aparecía la foto del Presidente y las tres iniciales de su nombre: “Mamá, ese hombre se llama igual que el aeropuerto”.

© Echerri 2013

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