HOMENAJE A JOSÉ TEY EN EL ANIVERSARIO 57º DE SU MUERTE

Humberto J. San Pedro

NUESTRA OPINION - 30 de noviembre de 2013

Hay personas y hechos que lo marcan a uno para toda la vida. Ya sea un ser querido que perdemos a destiempo, ya un desencuentro con una pareja muy apreciada, ya un maestro con el que tuvimos una relación muy especial…

Concretamente, les hablo de un maestro, un maestro que llenó por un curso el puesto que debía haber ocupado mi padre, padre que se fue de casa cuando yo era muy pequeño aún y del que por varios años supe poco; un maestro que me enseño a jugar beisbol, que me trasmitió su gusto por el baloncesto, con el que aprendí a remar y sobretodo un maestro que más que mi maestro fue mi amigo y que siéndolo me enseño también el valor de la amistad.

Dos circunstancias concurrieron en este caso, ese maestro murió a destiempo, apenas tenía 24 años y su muerte fue, además de inesperada, violenta y de ella supe a través de una foto sobrecogedora. Una foto en blanco y negro que vi en un periódico local de Santiago de Cuba. En ella se veía a Pepito, así se llamaba mi maestro, con un uniforme oscuro –después supe que era de color verde olivo--, tirado en la calle, en medio de un charco de sangre enorme, más oscuro aún que el uniforme que llevaba puesto, que contrastaba con la tez de su cara y de sus manos, que siempre fue muy blanca, blanco que la muerte había acentuado para hacer más dramático el contraste.

Lo que les narro inspiró un relato que, en su momento, me valió un premio en un concurso nacional de cuentos, relato que además ha sido publicado en dos antologías (en Cuba y Rusia)  y en un tabloide cultural en México. 

A continuación comparto con ustedes dicho relato: 




A Pepito Tey, Maestro.


Armas de todos los calibres vomitaban fuego y metralla.  Alarmas, sirenas de los bomberos, del  cuartel Moncada, de la Marina. Ruidos de aviones volando a baja altura.  Incendios por toda la ciudad... Fueron momentos angustiosos. Tres compañeros de los mejores hermanos de  ideales, habían dejado su sangre generosa regada por  las  calles de Santiago heroico.”
(Frank País García sobre los sucesos del 30 noviembre de 1956) 

EL VIAJE

Por Humberto J. San Pedro
   
Ayer no me dejaron ir al colegio, y hoy tampoco. No estoy enfermo, pero dice mamá que no se puede salir, que la cosa está que arde. Agustina sí viene a trabajar, aunque ayer llegó tarde. Vino después que los tiros se acabaron, y se pasó todo el día metida en la cocina. Salió al patio dos o tres veces, pero cuando sentía los aviones se ponía las manos en la cabeza y corría a meterse en la cocina, dando gritos. Eran dos aviones, un Catalina y un B-25. Pasaban pegaditos al techo, con tremendo escándalo. Yo estuve toda la mañana mirándolos, pero no los vi tirar tiros ni bombas. Nada más pasaban bajito, y cuando parecía que iban a chocar con la azotea de la escuela de al lado, subían y enseguida se perdían, y al ratico volvían a pasar. Mamá dice que en cuanto se calme un poco la cosa, nos vamos para Bayamo; que el abuelo ya ha llamado dos veces, y que va a mandar a Juventino con la máquina a buscarnos. Mamá le tiene un miedo del carajo a los tiros. Ayer se pasó la mañana sentada en una silla en el comedor --donde estoy yo ahora--, y cada vez que sonaba un tiro daba saltos en la silla. Y cuando los tiros se calmaban se ponía a gritar que esta gente estaba loca, y que la iban a volver loca a ella. Entonces los tiros volvían a empezar y ella a temblar en la silla, y ya no hablaba más hasta que los tiros no se calmaban. Ahora está prendida del teléfono otra vez --aquí cerquita, casi al lado mío--, llamando al abuelo para que nos mande a buscar: tiene la cara llena de sudor y se está tapando un oído con la mano derecha y habla muy alto, tanto, que Agustina --que estaba metida en la cocina, al final de la casa-- se ha asomado a ver qué le pasa. Yo no quiero ir a Bayamo, ni quiero seguir encerrado aquí, que estoy aburrido con berocos. Adonde quie­ro ir es al colegio. A mí me empezó a gustar el colegio el día que Veneno le puso al maestro las fotos de mujeres en cueros en la gaveta de la mesa: el maestro vino hasta donde estaba Veneno sentado --detrás de mí-- y se las devolvió, y le dijo bajito que guardara esas cosas para cuando tuviera más pelos en el cuerpo, y casi nadie se dio cuenta y enton­ces el maestro mandó a salir al recreo, empezando por el último pupitre de la fila de la derecha, que era donde estaba Veneno sentado. Veneno no lo quería creer, y el maestro lo tuvo que coger por el brazo y levantarlo para que saliera. Desde ese día yo sé por qué el maestro no se me parece en nada al cura Vicente, y me gusta ir al colegio y subo todos los días con Chaguito y con el maestro. La casa de Chaguito queda cerca del colegio. Por allí paso todos los días, por la mañana temprano, bostezando y estirándome; y por la tarde tarde, pensando en la Daysi, con miedo de que la oscuridad llegue antes que yo, y no me deje romper aunque sea una botella, o meterle un municionazo a un aura de las que bajan a comerse los pellejos que la negra Agustina tira para el techo cuando prepara la comida --aunque ni ayer, ni hoy ha habido oscuridad, a no ser por la noche, y yo no he podido tirar ni un municionazo, porque cada vez que cojo la Daysi y salgo al patio con ella, mamá pega un grito que se oye hasta en la calle y me dice que guarde esa mierda, que si yo estoy loco como esa gente, y que si la quiero volver loca a ella. Por eso, por la Daysi, es que siempre me despi­do rápido del maestro y de Chaguito, y subo la loma que jodo para ganarle a la oscuridad, que si no me quedaba a hablar un poco más con el maestro; aunque no sé si a él le gustaría que yo me quedara, porque parece que al maestro le gusta meterle de vez en cuando un municionazo o un pellet a un aura, o a una botella. Lo he oído a veces hablando con Chaguito de que antes de empezar el repaso, van a tirar al blanco un rato, que la casa de Chago tiene un patio embero­cado para eso. A mí, lo que me jode es que no me invitan a tirar con ellos, porque Chaguito tiene una escopeta de pellets y la mía es de municiones, y por el barrio el único que tiene de pellets es Manolito Cabezón, que es un chivatón y no se la presta a nadie. Cuando el curso empezó, yo subía solo, pero después empecé a subir con el maestro y con Chaguito. Fue el día de las fotos que le puso Veneno en la gaveta de la mesa: yo sabía que el maestro repasaba a Cha­guito después de las clases, y me paré en la puerta del colegio a velarlos; cuando salieron los dejé pasar y ense­guidita salí yo y me les pegué; y como el maestro nunca me ha dicho nada por eso, yo me sigo pegando y así converso un rato con él. Ya mamá colgó el teléfono y empezó otra vez con la jodedera de que dice el abuelo que va a mandar a Juventi­no con la máquina a buscarnos, que en cuanto la cosa se calme un poco nos vamos para Bayamo. Me dan ganas de mandar­la a callar y de decirle que yo no me quiero ir para ningún Bayamo, que mañana el maestro nos va a llevar a Renté a jugar pelota y a remar, pero tengo miedo de que, con lo agitada que está, me vaya a meter un pescozón. Como el día del acto de fin de curso del año pasado, que también estaba muy agitada porque yo había cogido el penúltimo puesto y nada más me dieron una medalla --la de asistencia. La vieja salió del teatro con una cara de tranca del cará y diciendo que yo la había abochornado delante de todo el mundo, que tenía que estudiar más; y yo le dije que no peleara más, que se parecía al cura Vicente, y me tiró un pescozón que si me agarra me arranca la cabeza. Aunque yo creo que este año la voy a complacer y no se va a abochornar en el acto de fin de curso, porque todos los meses me he ganado el diploma de Excelencia y eso que no estoy estudiando tanto como el año pasado. Chaguito sí sigue igual, parece que va a coger el último puesto otra vez, y eso que el maestro va todas las tardes a su casa a repasarlo. Desde ayer quiero llamarlo para ver si él tampoco está yendo al colegio, pero mamá no me ha dejado. Dice que me esté tranquilo, que nadie está yendo al colegio y que yo por buen tiempo no voy a volver a ir. Y yo nada más pensando en la excursión a Renté, que se me va a joder si la vieja sigue con su agitación y su llamadera a Bayamo. Tenemos un juego casado con los del 6to. A y el maestro dijo que seguro les íbamos a ganar, y que después del juego nos iba a llevar a remar, que era bueno que aprendiéramos a remar, y es verdad que desde que empezó el curso él nos está enseñando y a mí me gusta cantidad. Ahora mamá está abriendo la puerta otra vez. A cada rato la abre, despacito, se asoma a la calle, y enseguida la vuelve a cerrar, también despacito, y se va para la cocina a bretear con Agustina. Pero la siento que tira la puerta, y la veo que viene caminando muy aprisa y gritando que ahí afuera está un carro lleno de "tigres", que hay uno apuntan­do con una ametralladora para la puerta y que así nunca nos vamos a poder ir para Bayamo, que esos locos han revuelto a los "tigres" y que le parece que el de la ametralladora es el mismísimo Masferrer en persona; y cuando me vengo a dar cuenta lo estoy diciendo: le estoy diciendo que se calle de una vez y que no chive más, que yo no quiero ir para ningún Bayamo, que mañana me voy a jugar pelota y a remar con el maestro, y que la que parece una loca es ella. Y se me para delante y yo bajo la cabeza para esquivar el pescozón. Pero no, no me tira el pescozón, sino que se va para la cocina y la siento discutiendo con Agustina --y no sé qué se le ha metido a Agustina porque nunca la había oído discutiendo con mamá--, y la negra que no y ella que sí, hasta que sale. Sale y atraviesa el patio con un papel doblado en la mano, entra en el comedor y se me planta delante. Desdobla el papel y me dice que lo mire, sí mira, mira a ver quién está loco, anda míralo, míralo para que veas por qué te tienes que ir para Bayamo. Y me pone el papel --que es un periódi­co-- en la mano, y yo lo miro, y me encuentro con una foto en la que todo es negro: la ropa, el rifle, la calle y la acera alrededor de la ropa y el rifle. Todo negro, todo oscuro menos la cara y las manos, la cara y las manos blan­cas, muy blancas... Y el negro es blanco, y el blanco negro, borroso, gris... Todo gris. Y me estrujo los ojos --que quiero ver bien la foto-- y los dedos se me mojan. Entonces siento las lágrimas que me bajan por los cachetes y veo que la foto se está mojando, y me dan ganas de decirle a mamá que el maestro no es ningún loco, que es un tipo chévere, chévere de verdad. Y se lo voy a decir, coño, pero cuando la busco no la encuentro. Ya no está parada frente a mí. Ahora está sentada en un butacón --en la sala--, también llorando, y voy para allá y le doy un beso y le digo que no llore más y que llame al abuelo para que mande a Juventino con la máquina.



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