VICENTE ECHERRI: Un símbolo del universo


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Un símbolo del universo

Vicente Echerri

Las 45,000 luces del famoso árbol de Navidad del Rockefeller Center, en Nueva York, se encienden tras una ceremonia el pasado 4 de diciembre. 
KATHY WILLENS / AP

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Todos los años por esta fecha millones de pinos y otras coníferas que se mantienen verdes en invierno son talados en América del Norte y Europa para convertirlos en árboles de Navidad. Bosques enteros se venden al detalle para que todo el mundo, llegada la ocasión, tenga en su casa una rama, cuando no un pino entero, al cual colmar de adornos y luces en conmemoración de la Navidad.

Habrá, desde luego, quien prefiera arreglárselas con un árbol artificial, que no es otra cosa que una vara forrada de verde de la que salen hisopos de diversos tamaños semejantes a los que se usan para lavar botellas. Estas imitaciones, por la uniformidad de sus adornos, casi siempre liquidan la poca gracia que le pueda quedar a un artefacto que sólo con un poco de imaginación podemos llamar árbol.

La mayoría de las familias, y los que respetan un poco la tradición, preferirán un árbol de veras, nudoso y fragante, y con esa graciosa irregularidad que es la armonía de la naturaleza. Un árbol que ya, antes de adornarlo, es de suyo un adorno o incluso un huésped que viene a alegrarnos la casa.

¿Pero qué tiene que ver un árbol, adornado e iluminado, con la Navidad, es decir, con la conmemoración del nacimiento de Jesús?

Si nos atenemos a lo más gráfico y representativo, no hay nada en un árbol de Navidad (sólo quizás un ángel o una estrella) que lo identifique con ese nacimiento: las hebras plateadas, las luces y las bolas de colores no parecen tener ninguna relación con el establo del relato evangélico.

No obstante, su significación religiosa es válida, aunque más abstracta o intelectual, acaso porque el árbol no intenta reproducir una típica escena de la Natividad, sino que apunta hacia una significación religiosa –diríase teológica– más acorde con la historia posterior del que nace: la plenitud del tiempo que Jesús inaugura.

Esta interpretación identifica la procedencia del árbol de Navidad que, no obstante la enorme popularidad de que hoy goza en todos los países cristianos, es esencialmente una tradición protestante; tan protestante que el primer árbol de Navidad se le atribuye a Lutero quien, se cuenta, concibió la idea viendo una noche arder un pino alcanzado por un rayo y, una vez en su casa, adornó con frutas una rama de pino (de donde derivan las bolas) y la iluminó con velas. La costumbre se popularizó en Alemania, de donde pasaría a Inglaterra y a Estados Unidos, que se ha encargado, mediante el cine y otros medios de difusión, de introducirla en muchos otros sitios.

Pero en los países católicos esto del árbol era “cosa de herejes” hasta bien entrado el siglo veinte. Desde tiempos de San Francisco de Asís, los católicos recordaban la Navidad con una especie de escena en miniatura del establo de Belén, expuesta con la mayor piedad a la veneración pública.

Y ciertamente, pese a la buena voluntad de Lutero, el árbol de Navidad tenía un innegable tufillo pagano; ya que en la Alemania precristiana existía –y aún se conserva como mero folclor– la costumbre de adornar el llamado árbol de mayo para conmemorar la exuberancia de la primavera.

Para mí, el árbol de Navidad es un universo, la representación simbólica de todo el orden de la creación que, por su forma cónica, tiende hacia la unidad en su cima y que incluye –o debe incluir– desde las criaturas más simples y pedestres en su base hasta los espíritus celestiales, alados y luminosos, que coronan su copa; los frutos de la tierra transformados en bolas y otros adornos de formas caprichosas, y todo ello integrado en la maraña aparentemente asimétrica de las ramas y en el orden más visible de la iluminación que lo constituye en una especie de unidad galáctica, cuya magia se hace evidente cuando, con el resto de la casa a oscuras, el árbol quiebra las limitaciones de nuestro espacio físico y lo extiende hacia el infinito.

Cuando el árbol se apaga y todos en la casa duermen, me gusta creer que las figuras que penden de las ramas se animan dentro de este universo: la colombina de porcelana bien puede salir a pasear en el caballito balancín de madera y la dama isabelina irse del brazo de un soldado con uniforme victoriano; el osito de gorro rojo querrá seguramente curiosear la casita que le queda más cerca, y las meninas pintadas en las bolas pueden ponerse a jugar a las cartas. Algunos, más osados tal vez, hasta pueden incurrir en inocentes aventuras de amor, mientras los ángeles proclaman incesantemente “paz en la tierra y gloria en las alturas a Dios”.

© Echerri 2013

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