VICENTE ECHERRI: Para acabar y comenzar un año
POR VICENTE ECHERRI
La llegada de un nuevo año suele imponernos, casi simultáneamente, el espíritu de la despedida y de la recepción, en el cual pasamos de los recuentos a las expectativas, de la rememoración a la esperanza. No hay ninguna diferencia visible entre el 31 de diciembre y el 1 de enero, tan sólo que es la frontera convencional entre dos ciclos por los que medimos nuestra vida y los acontecimientos de la peripecia humana. Ese tránsito entre el año que acaba y el que comienza sirve para reafirmarnos como seres en el tiempo, la conciencia de lo cual es una de las características que nos distinguen de las otras especies que pueblan el planeta.
Cuando echamos una mirada a este año que está por acabarse, nos saldrán al encuentro los logros alcanzados, las promesas realizadas, así como los fracasos y las omisiones que tienden a destacarse en los recuerdos: los reproches por lo que hicimos mal o por lo que dejamos de hacer adquieren una notable preponderancia en la memoria. Los propósitos de Año Nuevo que incumplimos reiteradamente se destacan entre las frustraciones. Algunas de mis resoluciones fallidas han alcanzado la solera de más de treinta años; en la lista de las cosas pendientes han adquirido la categoría de vintage, al extremo que ya empiezo a presumir de algunas de ellas.
Uno se torna memorioso al acercarse el último día de un año, con el inevitable desfile mental de los ausentes, sobre todo los muertos: los que alguna vez formaron parte de nuestra alegría y de nuestros planes y que han desertado definitivamente de nosotros para habitar tan sólo un sitio en el recuerdo, un recuerdo que se aviva particularmente en la llamada Noche Vieja. Familiares, amantes, amigos —y enemigos desde luego— vuelven a nosotros en una desolada procesión. A veces, hasta a los enemigos les echamos de menos, aunque un momento después nos persuadamos que es una suerte que no estén y hasta nos alegremos —sin piedades hipócritas— que hayan ido a reunirse con sus antepasados.
Pero, a estas reflexiones de fin de año, les suceden, casi inmediatamente , las ilusiones de Año Nuevo, el entusiasmo indoblegable que nos induce el estreno de otro ciclo vital, sobre todo si lo alentamos con un vino espumante. Al igual que los fuegos artificiales que encenderán brevemente la noche, nos sentimos poseídos de un inusitado optimismo. Nuestra propia infancia se reitera en esta fiesta en que deseamos —y nos deseamos a nosotros mismos— salud, amor, prosperidad, éxitos… sin tener en cuenta la amenaza inminente de quiebra o el diagnóstico fatal que el médico —con la sinceridad de que aquí se presume— haya podido formular: “el 2014 será su último año, amigo mío, a menos que la Providencia intervenga”. Como sabemos, la Providencia rehúsa intervenir: está en sus planes que nos muramos todos.
Estos amagos de realidad no logran, sin embargo, enturbiarnos el júbilo que nos produce la sensación de novedad que viene con la fecha, como si de repente hubiesen caducado los pesares, los fiascos, las ilusiones rotas y nos otorgaran la posibilidad de otro comienzo: una nueva carta de crédito que la vida nos extiende, tan virgen como la agenda que hemos puesto, premonitoriamente, encima del escritorio o en la mesa de noche y en la que tal vez no apuntemos nuestros sueños más caros: este año acertaré en la loto, este año tendré éxito en la dieta, este año viajaré a Tierra Santa, este año… siempre “este año”, que se abre ante nosotros lleno de promesas, aunque la lógica nos diga que está llamado a no diferir mucho del que acaba de terminar.
©Echerri 2013
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