VICENTE ECHERRI: La consecuente estupidez
NUESTRA OPINION - 14 de octubre de 2013
El movimiento popular que derrocara la dictadura iniciada por Nasser a principio de los años cincuenta fue celebrado por muchos en el mundo, pero la llegada al poder de un partido autoritario con una carta teocrática en la manga no tardó en despertar los recelos y luego la abierta oposición de un gran segmento de la sociedad egipcia. A principios de julio, los militares encontraron sobrados motivos para intervenir. Las democracias occidentales lo vieron como un mal necesario. Estados Unidos ni siquiera se atrevió a calificar el derrocamiento de Mursi como un golpe militar: no pasaba de ser una sencilla corrección de rumbo en que el fundamento democrático –la participación de todos los sectores de opinión– habría de mantenerse.
Pero, ¿era esa premisa compatible con los hechos políticos? ¿Podían y debían las nuevas autoridades dejar que los hermanos musulmanes participaran sin cortapisas del proceso democrático cuando el golpe no había tenido otro objetivo que removerlos del poder? ¿Es el respeto a los principios de la democracia un rasero intocable, un canon sacrosanto que no admite interpretaciones ni flexiones?
Responder que no a estas preguntas, como a mí me parece, nos pone en abierta contradicción con nuestro propio credo, al tiempo que nos da una lección práctica no exenta de cinismo. No todos los pueblos son iguales, aunque todos merezcan vivir al amparo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales.
Si el ejercicio de la libertad trae consigo la toma del poder de una mayoría absolutista que aspire a la imposición de una agenda política o religiosa en detrimento de las minorías, entonces habrá que admitir que es lícito reprimir la libertad, por más que nos pese. Si los enemigos de Occidente, y en particular de Estados Unidos –primer árbitro de las relaciones internacionales– van a aprovecharse del procedimiento democrático para reducir la influencia occidental en un país o una región, no creo prudente que este país se dé el lujo de consentirlo por respeto a sus propios principios.
Reconozco que es difícil de conciliar este pragmatismo con la devoción democrática que Estados Unidos anda vendiendo por el mundo como la panacea; pero el impulso a ser inflexiblemente consecuente puede llevar a cometer graves dislates como ha ocurrido tantas veces en el pasado; por ejemplo, a la luz de lo ocurrido en Cuba con la revolución castrista, fue un error el embargo de armas que Washington le impuso al gobierno de Batista en 1958, debilitando con ello, física y moralmente, su capacidad de combatir al movimiento insurreccional que buscaba su derrocamiento, cuando la tendencia “antiimperialista” (para decir lo menos) de algunos de los líderes de ese movimiento ya había sido, para entonces, denunciada y documentada.
Años después, el gobierno de Jimmy Carter –más escrupuloso que el de Eisenhower en la aplicación internacional de los derechos humanos– abandonaría a su suerte al régimen del Sha de Irán, que ciertamente no era una democracia, para dar paso a una tiranía teocrática que no tardaría en convertirse en vanguardia de nuestros enemigos y en un verdadero incordio global. Por desgracia, a veces es menester elegir entre dos males y tener el tino y el coraje de optar por el menor y el que menos lesivo resulte a nuestros intereses y a la civilización que ellos representan.
Egipto se encuentra en una encrucijada y –en mi opinión– los militares que han dado este último golpe de Estado representan un justificable mal menor, desde el punto de vista de la misma democracia que vulneran y, desde luego, de los intereses de Estados Unidos y de todo Occidente en la región. De aquí que este embargo de armas, aunque sea parcial, que el gobierno de Obama acaba de imponerles –por bien intencionado y consecuente que pueda ser– podría juzgarse como una estupidez o incluso como un crimen.
© Echerri 2013
Vicente Echerri |
El anuncio de que Estados Unidos suspenderá parcialmente la ayuda militar a Egipto –que se da a conocer luego del medio centenar de muertos que dejaron los disturbios del domingo en ese país– hace titulares junto con la noticia de que el depuesto presidente Mohammed Mursi y otros 14 líderes de la Hermandad Musulmana se enfrentarán a los jueces el 4 de noviembre acusados de incitación al asesinato y la violencia. No sería temerario afirmar que la crisis egipcia ha sufrido un agravamiento.
El movimiento popular que derrocara la dictadura iniciada por Nasser a principio de los años cincuenta fue celebrado por muchos en el mundo, pero la llegada al poder de un partido autoritario con una carta teocrática en la manga no tardó en despertar los recelos y luego la abierta oposición de un gran segmento de la sociedad egipcia. A principios de julio, los militares encontraron sobrados motivos para intervenir. Las democracias occidentales lo vieron como un mal necesario. Estados Unidos ni siquiera se atrevió a calificar el derrocamiento de Mursi como un golpe militar: no pasaba de ser una sencilla corrección de rumbo en que el fundamento democrático –la participación de todos los sectores de opinión– habría de mantenerse.
Pero, ¿era esa premisa compatible con los hechos políticos? ¿Podían y debían las nuevas autoridades dejar que los hermanos musulmanes participaran sin cortapisas del proceso democrático cuando el golpe no había tenido otro objetivo que removerlos del poder? ¿Es el respeto a los principios de la democracia un rasero intocable, un canon sacrosanto que no admite interpretaciones ni flexiones?
Responder que no a estas preguntas, como a mí me parece, nos pone en abierta contradicción con nuestro propio credo, al tiempo que nos da una lección práctica no exenta de cinismo. No todos los pueblos son iguales, aunque todos merezcan vivir al amparo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales.
Si el ejercicio de la libertad trae consigo la toma del poder de una mayoría absolutista que aspire a la imposición de una agenda política o religiosa en detrimento de las minorías, entonces habrá que admitir que es lícito reprimir la libertad, por más que nos pese. Si los enemigos de Occidente, y en particular de Estados Unidos –primer árbitro de las relaciones internacionales– van a aprovecharse del procedimiento democrático para reducir la influencia occidental en un país o una región, no creo prudente que este país se dé el lujo de consentirlo por respeto a sus propios principios.
Reconozco que es difícil de conciliar este pragmatismo con la devoción democrática que Estados Unidos anda vendiendo por el mundo como la panacea; pero el impulso a ser inflexiblemente consecuente puede llevar a cometer graves dislates como ha ocurrido tantas veces en el pasado; por ejemplo, a la luz de lo ocurrido en Cuba con la revolución castrista, fue un error el embargo de armas que Washington le impuso al gobierno de Batista en 1958, debilitando con ello, física y moralmente, su capacidad de combatir al movimiento insurreccional que buscaba su derrocamiento, cuando la tendencia “antiimperialista” (para decir lo menos) de algunos de los líderes de ese movimiento ya había sido, para entonces, denunciada y documentada.
Años después, el gobierno de Jimmy Carter –más escrupuloso que el de Eisenhower en la aplicación internacional de los derechos humanos– abandonaría a su suerte al régimen del Sha de Irán, que ciertamente no era una democracia, para dar paso a una tiranía teocrática que no tardaría en convertirse en vanguardia de nuestros enemigos y en un verdadero incordio global. Por desgracia, a veces es menester elegir entre dos males y tener el tino y el coraje de optar por el menor y el que menos lesivo resulte a nuestros intereses y a la civilización que ellos representan.
Egipto se encuentra en una encrucijada y –en mi opinión– los militares que han dado este último golpe de Estado representan un justificable mal menor, desde el punto de vista de la misma democracia que vulneran y, desde luego, de los intereses de Estados Unidos y de todo Occidente en la región. De aquí que este embargo de armas, aunque sea parcial, que el gobierno de Obama acaba de imponerles –por bien intencionado y consecuente que pueda ser– podría juzgarse como una estupidez o incluso como un crimen.
© Echerri 2013
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