VICENTE ECHERRI: Del pernicioso indigenismo
NUESTRA OPINION - 19 de octubre de 2013
La celebración del 12 de octubre suele reavivar el indigenismo iberoamericano: la reivindicación de las culturas aborígenes y la condena de la conquista como un imperdonable ultraje a los pueblos de América. Lo más absurdo de este reclamo es que suele hacerse en español, la lengua del opresor, y por boca de mestizos e incluso de blancos que, en su mayoría, son descendientes de los conquistadores o de inmigrantes europeos.
Constantemente, tanto en libros de historia y en textos escolares como en ensayos y artículos de prensa (para no hablar de los comentarios que ahora se han puesto de moda en las publicaciones virtuales y que, en su mayoría, dan muestra de ignorancia e irreflexiva pasión), uno oye hablar de la conquista y colonización españolas como de una agresión extranjera que acabase de ocurrir y a quienes la denuncian como víctimas en primera persona.
Desde México hasta la Argentina, se oyen frases, referidas a los españoles, tales como: “los que nos invadieron”, “los que vinieron a explotarnos y a saquear nuestras riquezas”, “los que aniquilaron nuestras culturas”, etc.
Lo más ridículo y patético de estas aseveraciones es lo de “nuestro”, la identificación de los hablantes con un mundo abolido del que perviven algunos bolsones lingüísticos, algunos artefactos museables y ciertas tradiciones artesanales o rituales muy afectadas por la mezcla. Los principales ingredientes de la cultura iberoamericana: lengua, religión, tradición intelectual y costumbres sociales y domésticas son fundamentalmente españolas, impuestas y arraigadas en este suelo por los antepasados de los que ahora quieren hacer suya la voz de los vencidos.
Puede encontrarse algún paralelismo, por ejemplo, en la literatura romántica inglesa, que exalta la figura de Robin Hood, bandido que encarna en alguna medida la resistencia sajona frente a los invasores normandos; como antes la leyenda del rey Arturo resaltara la oposición de la Britania cristiana –abandonada por las legiones de Roma– a los pueblos paganos del norte de Europa.
La España musulmana ha encontrado defensa entre ensayistas y narradores dispuestos a vendérnosla como un paraíso de convivencia interreligiosa y racial. Podrían citarse más ejemplos, pero ningún revisionismo histórico parece más activo y tóxico que el que se empeña –desde el siglo XIX y cada vez con mayor auge– en pintarnos las culturas indoamericanas como sociedades idílicas, adelantadas y progresistas, frente a la atrasada brutalidad europea y, particularmente, española. La identificación de muchos latinoamericanos con esa posición es francamente penosa.
La conquista y colonización europea de nuestro continente es un hecho irreversible que transforma radicalmente estas tierras e inserta sus culturas autóctonas –o lo que de ellas queda después de ese choque– en la civilización de Occidente, que es el ápice de la evolución humana. Se trata, desde luego, de una inserción sangrienta, como han sido los hechos de guerra y de conquista desde los orígenes de la humanidad. Roma fue también implacable con los pueblos que venció y sometió, pero la civilización romana significó un adelanto. También lo fue la presencia de España en América, a la que debemos lo mucho o poco de bueno que podamos tener, incluida la conciencia cristiana que condena las crueldades y abusos de la conquista (son las voces de Montesinos, Las Casas y Vitoria, para nombrar a los más destacados, las que articulan la denuncia).
El mundo indígena estaba considerablemente atrasado en relación con los conquistadores. Los imperios que florecieron en México y América del Sur, que tanto celebran los indigenistas latinoamericanos, eran de un despotismo mucho mayor y de una crueldad mucho más bárbara, semejantes al Egipto y la Mesopotamia antiguos y a milenios de distancia, en todo orden, de la Europa cristiana. Idealizar ese mundo, como han hecho tantos de nuestros escritores y políticos, es una aberración.
Europa –y España en particular– refundó este continente; y la inmensa mayoría de los que aquí hemos nacido, más allá del color de la piel y de los rasgos de la cara, somos herederos –y yo diría que afortunadamente– de la civilización que Europa concretó (que es la suma de Grecia, Israel y Roma). Hombres como Cortés y Pizarro –no Moctezuma ni Atahualpa– son los verdaderos padres de las naciones americanas que conocemos.
© Echerri 2013
Desde México hasta la Argentina, se oyen frases, referidas a los españoles, tales como: “los que nos invadieron”, “los que vinieron a explotarnos y a saquear nuestras riquezas”, “los que aniquilaron nuestras culturas”, etc.
Lo más ridículo y patético de estas aseveraciones es lo de “nuestro”, la identificación de los hablantes con un mundo abolido del que perviven algunos bolsones lingüísticos, algunos artefactos museables y ciertas tradiciones artesanales o rituales muy afectadas por la mezcla. Los principales ingredientes de la cultura iberoamericana: lengua, religión, tradición intelectual y costumbres sociales y domésticas son fundamentalmente españolas, impuestas y arraigadas en este suelo por los antepasados de los que ahora quieren hacer suya la voz de los vencidos.
Puede encontrarse algún paralelismo, por ejemplo, en la literatura romántica inglesa, que exalta la figura de Robin Hood, bandido que encarna en alguna medida la resistencia sajona frente a los invasores normandos; como antes la leyenda del rey Arturo resaltara la oposición de la Britania cristiana –abandonada por las legiones de Roma– a los pueblos paganos del norte de Europa.
La España musulmana ha encontrado defensa entre ensayistas y narradores dispuestos a vendérnosla como un paraíso de convivencia interreligiosa y racial. Podrían citarse más ejemplos, pero ningún revisionismo histórico parece más activo y tóxico que el que se empeña –desde el siglo XIX y cada vez con mayor auge– en pintarnos las culturas indoamericanas como sociedades idílicas, adelantadas y progresistas, frente a la atrasada brutalidad europea y, particularmente, española. La identificación de muchos latinoamericanos con esa posición es francamente penosa.
La conquista y colonización europea de nuestro continente es un hecho irreversible que transforma radicalmente estas tierras e inserta sus culturas autóctonas –o lo que de ellas queda después de ese choque– en la civilización de Occidente, que es el ápice de la evolución humana. Se trata, desde luego, de una inserción sangrienta, como han sido los hechos de guerra y de conquista desde los orígenes de la humanidad. Roma fue también implacable con los pueblos que venció y sometió, pero la civilización romana significó un adelanto. También lo fue la presencia de España en América, a la que debemos lo mucho o poco de bueno que podamos tener, incluida la conciencia cristiana que condena las crueldades y abusos de la conquista (son las voces de Montesinos, Las Casas y Vitoria, para nombrar a los más destacados, las que articulan la denuncia).
El mundo indígena estaba considerablemente atrasado en relación con los conquistadores. Los imperios que florecieron en México y América del Sur, que tanto celebran los indigenistas latinoamericanos, eran de un despotismo mucho mayor y de una crueldad mucho más bárbara, semejantes al Egipto y la Mesopotamia antiguos y a milenios de distancia, en todo orden, de la Europa cristiana. Idealizar ese mundo, como han hecho tantos de nuestros escritores y políticos, es una aberración.
Europa –y España en particular– refundó este continente; y la inmensa mayoría de los que aquí hemos nacido, más allá del color de la piel y de los rasgos de la cara, somos herederos –y yo diría que afortunadamente– de la civilización que Europa concretó (que es la suma de Grecia, Israel y Roma). Hombres como Cortés y Pizarro –no Moctezuma ni Atahualpa– son los verdaderos padres de las naciones americanas que conocemos.
© Echerri 2013
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