UN VIERNES EN LA TARDE


CARLOS R. MOLINA RODRÍGUEZ
Matanzas (CUBA) | 06/04/2012



Acabo de recibir este hermosísimo texto del Profesor Carlos R. Molina Rodríguez. Su autor tuvo la deferencia de compartirlo conmigo y considero mi deber compartirlo con todos los lectores de NUESTRA OPINIÓN. 





A Patricia Molina Rodríguez, por todos sus sueños,
aun los no cumplidos.
Y a todos los que han esperado y esperan.


“Hacia la hora del mediodía, las tinieblas cubrieron toda la región hasta las tres de la tarde.
Se eclipsó el sol, y el velo del templo se rasgó por medio.
Entonces Jesús lanzó un grito y dijo:
–Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Y dicho esto, expiró. El centurión, viendo lo sucedido, alababa a Dios diciendo:
–Verdaderamente este hombre era justo.
Y toda la gente que había acudido al espectáculo, al ver lo sucedido, volvía golpeándose el pecho. Todos los que conocían a Jesús, y también las mujeres que le habían seguido desde Galilea, estaban allí presenciando todo esto desde lejos”.
Lucas 23, 44-49.

“En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días”.
José Martí, Obras completas, 20,478


La muerte de Jesús fue un suceso de tal magnitud que lo acompañaron señales sobrenaturales de significado profundo. El evangelista Lucas, médico e historiador, en su empeño por ofrecer datos precisos, menciona al menos dos: las tinieblas que oscurecieron los cielos, símbolo apropiado de uno de los momentos más tristes de toda la historia humana; y el velo del templo que se rasgó, símbolo de un “camino nuevo y vivo” que conduce a la presencia de Dios, abierto a todos los creyentes. Así pues, estos dos signos corresponden a los aspectos humano y divino de esta muerte expiatoria, e indican la atrocidad del pecado y el propósito de la gracia redentora.

Las últimas palabras que Jesús pronunció en la cruz fueron de confianza y paz perfectas. Había mostrado su compasión por otros con su oración, con su promesa al ladrón arrepentido, con la preocupación por su madre; en otras tres expresiones había revelado sus sufrimientos de mente y de cuerpo y el resultado de los mismos, la redención completada: “Dios mío, Dios mío…”, “Sed tengo”, “Consumado es”. Ahora, sumido en un potente grito, entrega su vida en unas palabras de confianza absoluta tomadas del salmista y que solo Lucas menciona: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Fue esta la manifestación suprema de la fe… El ministerio terrenal del Hijo de Dios había concluido.

Lucas menciona asimismo los efectos que produjo la muerte de Jesús, y las señales que la acompañaron, en el centurión romano, en la muchedumbre judía, y en los discípulos cristianos. El grupo más patético fue el de los entristecidos discípulos, quienes “estaban lejos” contemplando la escena, aturdidos, y para quienes el significado de esa cruz comenzaría a hacerse claro cuando se encontrasen con su Señor resucitado. Desde entonces y hasta hoy, la cruz no ha dejado de ser un misterio para ninguno de sus seguidores, aunque para todos ha devenido un símbolo de triunfo y esperanza.

Ciertamente la cruz nos despierta miedos y ansiedades. Seguir a Jesús hasta la cruz, tomar su cruz y seguirle se torna dramático cuando deja de ser una figura retórica y se transforma en compromiso, pero también convoca al amor y la confianza, exige una respuesta.

No sabemos lo que el seguimiento pueda traer ni cómo ha de manifestarse en las grandes decisiones o en la vida cotidiana. Y eso nos da temor. Descubrimos que las fuerzas del privilegio, la corrupción y la muerte, anidan en todos lados, desde los espacios más pequeños hasta los más grandes. Enfrentarlas trae sus consecuencias, no solo para nosotros, sino también para nuestras familias, nuestra profesión, nuestras relaciones sociales. El testimonio es un llamado, pero hacerse discípulo de Jesús, y publicarlo, no son actos sin consecuencia. La experiencia de la cruz nos lo recuerda cada día.

Pero es también la experiencia de la gloria de Dios, del amor infinito que nos hace dignos, de la cercanía del Padre en los momentos difíciles de desamparo, dolor o proximidad de la muerte. Es una invitación a la confianza y la nueva vida. Se puede contar lo de la cruz, se puede hacer mucha teología sobre ella, se la puede tomar como metáfora de muchas cosas, pero solo la experiencia del amor de Dios derramado en ella por el ministerio de Jesús le da sentido.

Quien quiera seguir a Jesús sabe cual es el camino que tiene que tomar. No es posible llegar a la resurrección, a la dicha, sin pasar por la cruz, sin morir, sin entregar la vida.

Jesús llegó a los judíos –muy cerca de la hora de su muerte– con una nueva visión de la vida. Estos últimos veían la gloria como una conquista, como una adquisición de poder, como un derecho a gobernar, mientras que Jesús la veía como una cruz. Él enseñó a los seres humanos que a la vida solo se llega por medio de la muerte; que únicamente si entregamos la vida la ganaremos; y que a la grandeza solo se llega por el servicio.

Justo en este momento, el mundo y Cuba de un modo especial están esperando el toque concreto y práctico del amor que se puede dar a quienes nos circundan. Valdría la pena pensar en qué sentido estamos al servicio no del pobre o del excluido al que tanto aludimos, casi siempre carente de rostro, sino de los que en medio de sus tinieblas también lanzan, muy cerca de nosotros, un grito de desespero y de dolor: los que viven solos a nuestro alrededor; quienes sufren enfermedades o cárcel; los jubilados, a quienes las pensiones no les alcanzan para vivir, los desposeídos, los tristes, los decepcionados, los marginados a causa de sus preferencias sexuales, los que viven una vida sin sentido, o los jóvenes –esos que Félix Varela llamó “la dulce esperanza de la Patria”–, muchos de los cuales han depositado su esperanza en las drogas o en alguien que los saque de Cuba y los conduzca a una vida mejor.

A ellos hay que decirles que en la resurrección Dios ha abierto la historia para siempre y que no hay que resignarse al presente, que no hay que resignarse al triunfo del mal, sino que hay que abrir siempre, a partir del presente el mañana, la novedad, la creatividad, todo aquello que Dios nos ha dado para que contribuyamos con él en la transformación de todas las cosas.

Jesús en lo alto de la cruz se enfrentó al mal y a la muerte para derrotarlos para siempre. En la mañana de la resurrección abrió la puerta del futuro, enseñándonos que no hay ninguna situación cerrada, que no hay ninguna situación en la cual debamos decir que no hay esperanzas, que el mañana no le pertenece al mal, que el mañana no le pertenece a la muerte, que el mañana ha sido abierto por él hacia la resurrección, hacia el nuevo día.

Esto es precisamente lo que proclama y nos recuerda el obispo católico español don Pedro Casaldáliga, en su hermoso poema “Espérame también”:

Porque lo espero a Él, y porque espero
que, al encontrarlo, todos nos veamos
restablecidos por el sol primero
y el corazón seguro de que amamos;

porque no acepto esa mirada fría
y creo en el rescoldo que ella esconde;
porque tu soledad también es mía;
y todo yo soy una herida, donde

alguna sangre mana; y donde espera
un muerto, yo reclamo primavera,
muerto con él ya antes de mi muerte;

porque aprendí a esperar a contramano
de tanta decepción: te juro hermano,
que espero tanto verlo como verte.



Carlos R. Molina Rodríguez (Santa Clara, Cuba, 1976) es profesor de Historia de la Iglesia en el Seminario Evangélico de Teología, en Matanzas. Su actividad investigadora y editorial se ha centrado en temas históricos del protestantismo cubano, especialmente la obra misionera, la educación teológica ecuménica y el pensamiento protestante del siglo XX.

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