MARCOS ANTONIO RAMOS: Aleido el seminarista en mi memoria

 Diario Las Américas 
Publicado el 04-14-2012

Dr. Marcos A. Ramos

Monseñor Agustín A. Román



“La nación cubana ha perdido a un gran patriota. El Obispo Román fue el Félix Varela de nuestro tiempo”. 
         Arzobispo Tomás Wenski.

Hace más de medio siglo un niño de casi 10 años de edad entró por primera vez como alumno en las aulas de una escuela católica de misioneros franco canadienses situada en las afueras de la ciudad matancera de Colón. En el amplio edificio funcionaban tres instituciones: el Colegio Padre Félix Varela para varones, el Colegio Inmaculada Concepción para muchachas y también el Seminario Diocesano San Alberto Magno para estudiantes que realizaban estudios de seminario menor, el Filosofado, y se preparaban para cursar estudios teológicos en Canadá. Hasta el curso anterior aquel niño que entonces pensaba llegar a ser simplemente un maestro de escuela o trabajar en el almacen de su padre había estudiado en una pequeña escuela de inspiración protestante en esa misma localidad, donde aprendió las primeras letras y cursó los primeros años de instrucción primaria.

Las primeras personas que conoció en ese ambiente religioso y académico, que le resultaba no sólo nuevo sino totalmente desconocido eran, además del viejo amigo de la familia Prudencio Nodarse (“Puro”), dos personas que procedían del municipio cubano de San Antonio de los Baños, el profesor Ranulfo Borges y el seminarista Agustín Aleido Román.

Yo era aquel niño. Mis padres, que no eran personas de iglesia, escogieron aquel magnífico plantel porque se acercaba mi futuro ingreso al riguroso bachillerato cubano, cuyas materias se estudiaban allí sin necesidad de trasladarse a otra ciudad. Borges, Román y otros maestros tomaron entonces el lugar del doctor Félix Ojeda, mi primer mentor intelectual, un maestro, abogado y predicador protestante que me había enseñado a amar los libros y a quien nunca he podido olvidar. Hay personas que no se olvidan jamás.

Siempre han estado presente en mi recuerdo aquellos dos primeros centros de estudio y todos aquellos maestros y maestras. A veces sueño con el edificio del viejo Templo Bautista, al lado del cual nací y la antiquísima Iglesia Católica donde debíamos asistir reglamentariamente los estudiantes de mi segunda escuela. Son aquellos modestos estudios de escuela dominical bautista y de catecismo católico romano los que me llevaron a aceptar, por la gracia de Dios, la doctrina de la Santísima Trinidad, sobre la cual se levanta el grandioso edificio doctrinal de la religión cristiana.

El afecto que me unió desde el primer momento a mi maestro Ranulfo Borges y la inspiración representada por la vida ejemplar de Agustín Aleido Román permitieron que me adaptara muy pronto al nuevo ambiente escolar. Logré hasta hacer una gran amistad con el maestro de Educación Física, el querido Juan Ramón, y eso a pesar de ser yo el único cubano que no sabe jugar a la pelota. De los directores de la escuela como los Reverendos Marcél Gerin (futuro Obispo en Honduras) y Conrado Coté sólo tengo buenos recuerdos, así como de los otros maestros y empleados de aquel gran plantel.

La noticia ha sido triste, el miércoles en la noche murió aquel gran hombre a quien llamábamos en la escuela, con todo el cariño del mundo “Aleido el seminarista”, compañero de estudios religiosos de Jaime Ortega Alamino, Romeo Rivas y otros que residieron como él en el seminario de Colón.

Con el tiempo tuve el privilegio de estar presente en su ordenación, primera misa y consagración como Obispo. Dando un salto de medio siglo, junto a otros clérigos, católicos y protestantes, almorzábamos al menos una vez al mes en la última década de su vida y en la conversación llovían las anécdotas y los recuerdos. Nada, absolutamente nada, deterioró las mejores y más afectuosas relaciones humanas más allá de diferencias confesionales o de otro tipo, las cuales jamás salieron a relucir en una amistad que considero prácticamente como perfecta.

Entre las mejores amistades que he disfrutado en la vida pudiera señalar muchas de las cuales aprendí. Dos de ellas se parecen en algo. Por ejemplo, al fallecido y admirado amigo el doctor Rolando Amador no le escuché jamás comentario alguno realmente desagradable sobre una persona. Lo más que podía decir Rolando sobre alguna acción humana que consideraba negativa era calificarla de “lamentable”. Tuve un testigo excepcional de esa característica de Amador, otro gran amigo el doctor Rafael Díaz Balart, compañero de tantas conversaciones y encuentros. En cuanto al Obispo que ha fallecido quiero decir que ante cualquier comentario negativo hecho por alguien acerca de la conducta inapropiada de un ser humano, clérigo, laico o incrédulo, mi viejo amigo el seminarista Aleido simplemente contribuía con lo siguiente: “Tony (mi apodo), mira, hay que orar mucho por el”. Y nada más.

En una ocasión tuve el privilegio de nominarlo para un doctorado honoris causa, que por cierto le fue concedido, pero se requería su presencia física en la graduación universitaria. El querido Padre Román, como algunos continuaron llamándole aun después de su consagración episcopal, no quiso recibirlo porque en la fecha de la graduación tenía el compromiso de confirmar a varios feligreses y ni siquiera se le ocurrió cambiar la fecha. Su compromiso con Dios, la Iglesia y los fieles primero y lo demás después. Sería imposible olvidar ese incidente.

Muchos datos sobre Monseñor Román han sido ofrecidos por los medios de comunicación, otros son conocidos ampliamente por gente que le conoció o escuchó acerca de sus labores. Bastante dolor me causa tener que escribir sobre su fallecimiento para dedicarme a repetir innecesariamente información acerca de su expulsión de Cuba por el régimen actual, su trabajo misionero en Chile, su esfuerzo por levantar el edificio de su querida Ermita, su condición de mediador a favor de prisioneros cubanos después de la crisis del Mariel, su contínua preocupación por Cuba y los cubanos, su condición de figura central en el mundo religioso de los exiliados.

Sólo quiero destacar las buenas relaciones que mantuvo con los que no somos católico romanos. Por ejemplo, su apoyo al Reverendo Francisco Santana en la creación de los Guías Espirituales del Exilio como una forma de contribuir a la unidad de los cubanos y evitar la repetición de múltiples problemas ocurridos en nuestro exilio. Entre sus amistades más cercanas estuvieron siempre el Reverendo Martín Añorga, ministro de la Iglesia Presbiteriana, y su esposa Iraida. Su relación con Añorga fue siempre extraordinaria.

Pero también tuvo amigos muy apreciados en la comunidad protestante: el doctor Rolando Espinosa y su esposa Arminda, el Obispo episcopal Onell Soto y su esposa Nina, los reverendos Guillermo Revuelta, Lenier Gallardo, Pablo Miret, Frank Figueroa, Manuel Salabarria, Rafael García, Fermín Castañeda y una larga lista. A todos ellos recibía como grandes amigos y en igualdad de condiciones como a sus colegas, sacerdotes y religiosos católicos. No todos hacen algo así en las diferentes Iglesias y denominaciones. Las diferencias se minimizan cuando reina la amistad.

El Obispo Román, así como Emilio Vallina, Luis Pérez, José Angel Crucet, Juan Rumín, Santiago Matheu, José Luis Menéndez, Juan Luis Sánchez y otros sacerdotes cubanos tampoco han hecho distinción confesional alguna en su amistad con nosotros. El más cercano colaborador de Román, el muy querido diácono Manolo Pérez es un ejemplo de ese espíritu. La amistad ha prevalecido siempre. Mis padres me enseñaron a hacer de la amistad un culto y reconozco a quienes lo practican.

Y el respetado y admirado amigo que ha fallecido, compañero leal en el camino de la vida, en las buenas y en las malas como se dice popularmente, quedará para siempre en mi recuerdo como Aleido el seminarista a quien me presentó hace ya tantos años y décadas mi querido maestro Ranulfo Borges. Me descubro ante su sombra y venero su recuerdo, amigo del alma.

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