UN EVENTO QUE NO DEBE SER OLVIDADO: Primer Congreso Nacional Católico de Cuba
PRIMER CONGRESO NACIONAL CATÓLICO DE CUBA
Cerca de las 4 de la tarde del sábado 28 (de noviembre de 1959) aterrizaba en Rancho Boyeros el avión presidencial, en el que viajó la imagen de la Patrona de Cuba para recibir el homenaje de su pueblo. La comitiva que acompañó a la Virgen estaba presidida por el Arzobispo de Santiago de Cuba, Mons. Enrique Pérez Serantes y varios funcionarios. Acompañaba a Pérez Serantes un fraile franciscano, Fray Rafael Monterrey, que en 1959 custodió la Santa Imagen de María igual que 346 años antes, en noviembre de 1613, Fray Francisco Bonilla, Superior del Convento de San Francisco de Santiago de Cuba, la acompañó desde el Hato de Barajagua hasta el pueblecito del Cobre, y de la misma forma que en 1952, cuando el primer viaje de la imagen de Nuestra Señora a La Habana, Fray Manuel Oroquieta, franciscano, la acompañó hasta La Habana donde la recibió Fray Lucas Iruretagoyena, en esa continuidad histórica de franciscanos presentes junto a la Virgen.
Muy pronto la imagen, seguida de una gran caravana de autos, recorrió triunfalmente Rancho Boyeros hasta la Catedral donde fue recibida por el Cardenal Mons. Manuel Arteaga Betancourt, y por miles de devotos que se apiñaban en la vetusta plaza ante la Iglesia...
Millares de cubanos hicieron guardia continua hasta las diez de la noche, hora en que fue colocada en la urna de cristal sobre la carroza, para desfilar con el pueblo hasta la Plaza Cívica.
Mientras la Virgen hacía el recorrido, en la Plaza Cívica todo un mar de cubanos, una muchedumbre colosal de cientos de miles de personas, esperaba bajo la lluvia. Era una selva de cruces levantadas al cielo, de banderas cubanas, de estandartes religiosos, de enseñas de congregaciones y asociaciones y cofradías, era un murmullo de oraciones que lanzaban al infinito la esperanza, era una multitud que esperaba rezando bajo la lluvia y el frío movida solamente por la fe, mientras que desde La Habana avanzaba por Reina hacia Carlos III para seguir luego por Rancho Boyeros hacia la Plaza otro río de cruces, enseñas nacionales, banderas, gallardetes, estandartes, insignias sagradas, y miles y miles de antorchas encendidas en el fuego del Santuario del Cobre que precedieron a la Virgen desde las montañas de Oriente. Delante las enseñas nacionales desafiando el aire y la lluvia, luego las insignias, y los gallardetes y las banderas de las diversas instituciones católicas. A continuación los miembros de la jerarquía eclesiástica y el Comité Organizador del Congreso, detrás los representantes de todas las Parroquias de Cuba, que se unían gradualmente al paso del recorrido... detrás el pueblo, un mar de pueblo que esperaba en las aceras el paso de la Virgen para ir con ella hasta la Plaza.
Nada puede turbar los recuerdos de esa noche. No faltaron provocaciones de personas minúsculas: en la esquina de Belascoaín y Carlos III algunos seres poco felices se ensuciaron la boca profiriendo ofensas. Era el zumbido de una mosca al lado de un elefante, allí se quedaron sin que nadie les hiciera caso, como la gota que no puede nada ante el mar...
Era una noche espléndida. ´Una de las más extraordinarias demostraciones católicas del mundo´, según el propio decir de uno de nuestros ilustres prelados. Eran los dos amores: la Virgen y la Patria presentes en el más grande acontecimiento católico de la historia de Cuba. El pueblo cubano demostró una vez más, ser un pueblo de hondas raíces cristianas...
En la Plaza la muchedumbre esperaba a la Virgen rezando y cantando. Cuando apareció la pequeña imagen morena en su urna de cristal perlado por la lluvia, se alzaron las antorchas, las cruces y las banderas, más de un millón de pañuelos blancos se agitó en la noche mientras una voz poderosa, coreada por la multitud, entonaba las letanías de Nuestra Señora: “Ave inesperada, Gaviota de Nipe, Paloma del Cobre, Madre de la Caridad, Patrona de Cuba, Virgen Mambisa...” la querida imagen fue llevada a su altar y de inmediato comenzó la Santa Misa en la que ofició Mons. Enrique Pérez Serantes, Arzobispo de Santiago de Cuba, quien dirigió emotivas palabras a la multitud... era el acto cumbre del Congreso Católico Nacional: un momento solemne en el que la Gracia del Señor se derramó, extensa y numerosa, sobre los presentes. Mucho necesitábamos aquella Gracia en momentos en que se iniciaban la confusión y el desconcierto, quién sabe qué habría sido de nosotros si la Virgen y Dios no hubieran estado presentes.
Terminada la Misa, llegó el momento que más esperaban los congresistas, el de escuchar las palabras que dirigiría desde Roma al pueblo de Cuba, Su Santidad el Papa Juan XXIII. Nunca el silencio religioso fue más grande entre aquel millón de personas que cuando oyeron las palabras llenas de sabiduría y amor que les dedicaba el Santo Padre:
La faz del mundo podría cambiarse si reinara la verdadera caridad. La del cristiano que se une al dolor, al sufrimiento del desventurado, que busca para éste la felicidad, la salvación de él tanto como la suya. La del cristiano convencido de que sus bienes tienen una función social y de que el emplear lo superfluo a favor de quien carece de lo necesario no es una generosidad facultativa, sino un deber...
La convivencia humana y el orden social han de recibir su mayor impulso de una multiforme labor orientada, por convicción de los miembro de la comunidad, hacia el bien común...
...si el odio ha dado frutos amargos de muerte, habrá que encender de nuevo el amor cristiano, que es el único que puede limar tantas asperezas, superar tan tremendos peligros y endulzar tantos sufrimientos. Este amor, cuyo fruto es la concordia y la unanimidad de pareceres, consolidará la paz social. Todas las instituciones destinadas a promover esta colaboración, por bien concebidas que parezcan, reciben su principal firmeza del mutuo vínculo espiritual que deriva del sentirse los hombres miembros de una gran familia, por tener el mismo Padre Celestial, la misma Madre, María...
Las palabras de Su Santidad Juan XXIII estaban llenas de sabiduría, se correspondían perfectamente con los signos y augurios de la época que comenzaba, y constituían un alerta para los católicos: la caridad y el amor debían prevalecer sobre todas las consideraciones para consolidar la paz social. Solamente el amor cristiano, libre de pasiones, de revanchas y de rencores, podría trazar los objetivos más justos y más adecuados.
Pocos días después comenzaron a apagarse los últimos ecos del Congreso Nacional. Muchos de los católicos que escucharon las palabras de Su Santidad no pudieron, no supieron o no quisieron interpretarlas, llenos como estaban de la emoción y del fervor que soplaron sobre Cuba durante la celebración del gran evento.
La cascada de sucesos que se desencadenó en los meses siguientes, llena de golpes y contragolpes, de pasiones enfebrecidas y de la voluntad de ganar a toda costa, se encargó de demostrar hasta la saciedad que el Papa tenía toda la razón. El odio había gestado frutos amargos de muerte y no se pudo contar con todo el amor cristiano que hacía falta para contrarrestar su furia.
Texto tomado de:
Por el Dr. Salvador Larrua Guede.
Nuestro agradecimiento al amigo José M. Dorado por habernos enviado este clip de vídeo. El ha querido dedicárselo al ya fallecido Hermano Victorino (De la Salle), fundador de la Juventud Católica Cubana.
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