PUNTOS DE VISTA: LEONARDO PADURA SOBRE CARDENAL ORTEGA


Cuba: ¿odio o conciliación?

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 Cuba: ¿odio o conciliación?

 Junio 08 de 2012
            Muy pronto hará cincuenta años que entré por última vez a una iglesia católica como creyente. Mi madre, educada católica, y mi padre, masón cubano desde antes de que yo naciera, decidieron que a los 6 años de edad empezara a asistir al catecismo y realizara la primera comunión. Al cumplir los siete, recibí el sacramento, pero, casi de inmediato, tomé una de las primeras resoluciones trascendentales de mi vida: satisfecha la demanda de mis padres, cerré mi relación activa con la iglesia y con la fe en lo divino, para dedicar las mañanas de domingo a hacer lo que en realidad yo quería, en lo que más profundamente creía: jugar beisbol con mis amigos.
Desde entonces he practicado –no niego que tal vez movido por cierta compulsión social antirreligiosa, muy fuerte en Cuba hace esos cincuenta años- un ateísmo que quizás sea más bien un tipo de agnosticismo. Porque tiendo a pensar que sí, que puede existir algo trascendente, pero no me atrevo a relacionarlo con nada tan concreto como un Dios específico. 
El hecho de que nunca haya vuelto a rezar ni dentro ni fuera de una iglesia, que no me haya iniciado como masón, y sea un agnóstico sin pretensiones filosóficas, no ha impedido que muchas enseñanzas recibidas por el catolicismo de mi madre y la práctica fraternal de mi padre se hayan integrado a mi manera de ver y entender la vida. Y uno de esos aprendizajes esenciales y mejor encarnados en mi conciencia es creer en la conciliación más que en la venganza, no solo como una actitud religiosa o masónica, sino como una postura ética que cada hombre debería practicar. 
Aunque hasta esta misma línea pueda parecer que estoy escribiendo de mi educación o mi modo de entender el mundo, en realidad lo dicho hasta ahora tiene otro fin. En dos palabras: recordar que la ingratitud humana puede ser infinita, y tanto que muchas veces resulta más frecuente que su antónimo simple, la gratitud. 
            Desde hace unas semanas, que se pueden extender a meses, incluso a años, el papel social que ha jugado la iglesia católica cubana, especialmente desde la investidura cardenalicia del obispo Jaime Ortega Alamino, es una muestra de cómo cualquier intento de mover una sociedad viciada por el inmovilismo, marcada por odios enconados y muchas veces alimentada por los más disímiles extremismos internos y externos de todo tipo, puede recibir la recompensa, por parte de ciertos sectores y personas, de la ingratitud más desembozada, incluso adornada con los insultos y las ofensas punteadas con la calumnia.
            Filosóficamente no comparto todas las ideas del cardenal cubano. Tampoco puedo decir que sus tácticas y estrategias me parezcan –muy personalmente- siempre las más atinadas, aunque respeto su realismo político y su perseverancia. Tampoco voy a resumir ahora las numerosas ganancias que en su labor pastoral, pero sobre todo social, ha obtenido la iglesia cubana para grupos de personas e incluso para la nación, ni la política desarrollada por el padre Ortega Alamino para fomentar la conciliación de un país donde se infringieron muchas heridas. Pero, desde mi posición de ciudadano que aboga por un mejoramiento de las condiciones generales de la nación, me satisface pensar que con la dirección del cardenal, la iglesia católica cubana ha conseguido abrir unos espacios de diálogo, reflexión, crítica y presencia social que muy mucho necesitaban no ya los creyentes, sino el país en pleno.
            El hecho de que el padre Ortega Alamino haya recibido recientemente una andanada de ataques, muchos de carácter personal, no puede resultar casual ni espontáneo. El intento de disminuir su figura y la obra de la institución que él encabeza en Cuba, mucho se parece a una devaluación tras la cual se mueven intereses precisos, a veces mezquinos. Porque el diálogo y la política conciliación, la búsqueda de alternativas en un territorio donde ha primado el enfrentamiento y la distancia en un país donde solo se suele escuchar la voz de un partido, gobierno y prensa únicas, no puede complacer a todos, especialmente a aquellos que, dentro o fuera, se alimentan de la confrontación y el odio.
           Me parece evidente que lo conseguido en los terrenos sociales y políticos por la iglesia cubana en las dos últimas décadas merece el reconocimiento y la gratitud de los que deseen y sueñen una Cuba mejor para ahora y para mañana, con independencia de credos religiosos o políticos. Igualmente palmario resulta que quienes desde fuera de las instituciones oficiales y actuando en el interior de Cuba tratan de realizar alguna labor tendiente a cambiar algún estado de cosas, suelen recibir sobre sus ideas los fuegos cruzados de los extremistas y, las más de las veces, ataques a sus personas, como si entre los polos opuestos del diapasón político cubano hubiera un acuerdo tácito de devaluación sistemática de esos intentos de comprensión, convivencia o mejoramiento.
            Cada uno de los affaires de este género, como el que ahora mismo se desarrolla alrededor de la figura, el trabajo, la obra del cardenal Jaime Ortega Alamino, no pueden dejar de producirme una enorme tristeza. Porque demasiado, se parecen a la ingratitud y a las posturas extremistas a las cuales, por más acostumbrados que estemos a sufrirlas, solo sirven para exhibir protagonismos personales o, en el peor de los casos, para que nada cambie. ¿Será el odio y el resentimiento el signo que marque el futuro de la isla?  
            Se podrá ser creyente o no, católico o no, pero lo que resulta difícil de admitir es la devaluación ofensiva de una personalidad que, quizás incluso con estrategias o discursos con los cuales no estemos siempre de total acuerdo, mucho se ha empeñado en ayudar a fomentar el diálogo desde dentro de Cuba para que los ciudadanos de la isla vivamos en un país mejor, dispuesto a la conciliación más que al odio y los fundamentalismos políticos.

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