DESDE SANTIAGO DE LOS CABALLEROS: Apoteosis y halago de la pendejada
José Fernández Pequeño
El policía está confuso. No puede entender que yo haya hecho una maniobra casi suicida entre los vehículos que se disputaban el semáforo de la 27 de Febrero con León Jimenes, que haya estacionado en un lugar indebido y haya retrocedido dos cuadras a pie… ¡solo para comprar una escoba! Cuando le explico que un equipo de especialistas en el Centro León lleva dos años investigando las escobas dominicanas con la idea de hacer una exposición, él parece no estar seguro en torno a qué sería más apropiado: Si ponerme una multa o llamar al manicomio.
En una época idiotizada por la fugacidad y la apariencia, lo humilde encuentra cada vez menos aprecio. El partido que disputan Djokovic y Nadal en la final del Roland Garros no es un juego de tenis; qué va, es la porfía del año. Ese encuadernado de papel, cartulina y tinta no puede ser ofrecido como un libro común y corriente; no, es la novela que trazará los nuevos destinos de la literatura en el país. La tarjeta de crédito que el banco insiste en proponerme no es un rectangulito plástico que facilitará mis transacciones; imposible, representa la clave que pondrá al mundo de rodillas ante mi solvencia.
Vivimos según los códigos de la publicidad, donde solo cuenta lo excepcional, lo inmejorable y lo único; donde mentir está justificado si contribuye al figureo. El resto de las cosas es irrelevante. Cuando esa frustrante operación se asimila como ética colectiva, la existencia social termina siendo una turbia carrera de caballos: No basta con leer a un autor que me gusta, este tiene que ser el mejor escritor vivo en lengua española; la calidad de una canción se mide por la cantidad de Grammys que haya obtenido su intérprete; el elevado que el Gobierno construye con mis impuestos y para beneficio de los contratistas es el símbolo del progreso. Y así sucesivamente.
La filosofía del espectáculo siente una vocación irreprimible por lo grandilocuente. ¿Una escoba?, ¿quién puede preocuparse por una escoba? No importa si ese modesto utensilio acompaña al ser humano desde su nacimiento como especie y es uno de los pocos enseres domésticos que ha soportado a pie firme el aquelarre tecnológico de las últimas décadas. Tampoco importa que hasta la más anodina escoba ponga en evidencia un intenso diálogo entre el patrimonio natural, los retos de la vida cotidiana y la creatividad social. Ni siquiera importa que desde los tiempos más remotos la humilde escoba haya servido para expresar nuestras esperanzas y nuestros miedos a través de un imaginario repleto de refranes, expresiones, canciones, creencias, supersticiones, adivinanzas, juegos… A los ojos de la estimativa contemporánea carece de glamour.
Quienes creen en el valor de esas nimiedades van siendo una especie en extinción. Pueden pasar una mañana tratando de explicarse cómo es posible que las ropas y los objetos atrapados en una fotografía de hace cuarenta años sigan envejeciendo (la calidad y limpieza de la tela, la textura de las paredes, etc.), mientras las personas mantienen la apariencia del momento en que se captó la imagen. Se desvelan en la madrugada, inquietos por la posibilidad de que sin saberlo vivan dos existencias paralelas y misteriosamente distintas: una durante la actividad consciente y despierta; otra en el ingobernable inconsciente de los sueños. Hurgan en la madeja de gesticulación y homenajes con que la práctica política teje a diario sus símbolos apócrifos y se afanan por encontrar en los héroes ese detalle falible y humano que los hace realmente héroes.
Pendejadas, menudencias sin aplicación práctica. La escoba que compré mediante la peripecia narrada al principio fue tejida reciclando las cintas plásticas que se emplean para amarrar las cajas en zona franca. La belleza e ingeniosidad de su confección, además de admirables, son un intento por adaptarse a las necesidades del presente, el desesperado braceo de una manufactura artesanal con siglos de tradición que trata de sobrevivir sin apoyo del Estado frente al mangoneo de la ganancia fácil, la arremetida industrial y la apertura indiscriminada de los mercados. Son decenas, cientos de miles de personas abandonadas a la pobreza, sin más aliado que una riquísima cultura en riesgo. De ese tamaño es el conflicto que puede revelar una simple escoba.
Aunque a diario caminan kilómetros por las calles de Santiago proponiendo su mercancía, la anciana y el muchacho a quienes compré la escoba nunca alcanzarán a pasar por la alfombra roja. El policía, que seguramente es tan pobre como ellos, tampoco entiende por qué hay que preocuparse tanto por una escoba que venden dos personajes anodinos en plena vía pública. Qué pena…
Foto del autor.
Nota: A partir del 19 de junio de 2012 estará abierta en el Centro León la exposición Lo que cuenta una escoba: Cultura dominicana de lo cotidiano. Luego de ese día, fotos de dicha exposición aparecerán en la franja derecha de este blog .
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