VICENTE ECHERRI | EL ULTIMO EVANGELISTA


23 de febrero de 2018 06:21 PM
Actualizado 23 de febrero de 2018 06:25 PM

Billy Graham, el predicador más conocido y emblemático del último siglo, acaba de morir, y con él mueren una vocación y un estilo: el del difusor del Evangelio a escala planetaria y masiva sin semejantes ni continuadores, salvos los llamados teleevangelistas, que son unas grotescas parodias. Graham parecía genuino, y lo era. Estos otros, melifluos y untuosos desde sus acristalados anfiteatros, parecen falsos, y lo son.

Provenía de la entraña profunda del país: nacido en una granja de Carolina del Norte y criado en el ambiente de la sencillez, de la piedad y del trabajo que alguna vez definieran el carácter de Estados Unidos, frente a los bolsones de frivolidad, lujo y malicia de sus grandes ciudades. Era de origen campesino, como Jesús, de quien decidió ser discípulo y portavoz para, tomando a la letra la “gran comisión”, llevar el mensaje de su Maestro a todas las naciones.

Lo motivaba la convicción de que la humanidad sólo podía encontrar remedio a los males que la afligían mediante el encuentro —personal— de los individuos con Jesús. De ahí que aunque predicara ante grandes concentraciones (250 millones a lo largo de su carrera) insistía en la necesidad de la relación individual con Cristo mediante la contrición, la conversión y la entrega. Creía que la suma de personas conversas y transformadas terminaría por transformar al mundo, y esa fe lo llevó tan lejos como a la Unión Soviética y a Corea del Norte, país este último al que no tuvo reparos en acudir como mensajero oficioso de la paz.

Por otra parte, su púlpito llegó a ser el más importante de la nación y él, una suerte de consejero espiritual de los presidentes, con todos los cuales se reunió y oró, desde Truman hasta Obama. En todas las crisis vividas en Estados Unidos, se le vio intervenir, desde la lucha a favor de los derechos civiles (en la que se mostró solidario de su colega, el también pastor bautista Martin Luther King) hasta el atentado a las Torres Gemelas, como la elocuente conciencia de un pueblo que él creía debía “volver a su Dios”, regresar a las virtudes ancestrales en que se fundaban su libertad y su prosperidad.

A la larga, los resultados han desmentido sus esperanzas y su gigantesco empeño. Aunque tal vez los conversos de sus innumerables cruzadas sumen varios centenares de miles, estas conversiones no produjeron en ninguna parte significativos cambios sociales o políticos. La libertad y la propiedad siguen protegiéndose con armas, la codicia continúa siendo el motor del desarrollo, las represalias o el miedo a ellas se mantienen como ley del mundo.

¿Fracasó entonces Billy Graham y su tarea de vida puede considerarse infructífera? Tal vez, si lo juzgamos con el alto rasero de sus propias expectativas; pero si lo vemos como la insistente aspiración a un estado de gracia que nos hace mejores o como el recordatorio —en particular en Estados Unidos— de esa noble Arcadia con que los pioneros fundadores echaron los cimientos del país, entonces su infatigable ministerio habrá valido la pena, sin contar, desde luego, el cambio direccional que puede haber obrado en tantísimos individuos que, en respuesta a su prédica, llegaron a ser personas más felices (teniendo en cuenta que la felicidad no es otra cosa que un estado de contento con uno mismo).

De ahí por qué cuando el próximo miércoles tiendan su cadáver en la rotonda del Capitolio de Washington (exclusivísimo privilegio casi nunca otorgado a ciudadanos particulares), Estados Unidos esté honrando merecidamente al hombre que se propuso la regeneración social mediante la conversión a Cristo y, al mismo tiempo, diciendo adiós a quien acaso haya sido el último de los grandes evangelistas.

Escritor cubano, autor de poesía, ensayos y relatos.


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