VICENTE ECHERRI: LA MUERTE ÚTIL

VICENTE ECHERRI

VICENTE ECHERRI: La muerte útil

El reciente fallecimiento del líder opositor cubano Oswaldo Payá Sardiñas ha sido de las noticias más difundidas y comentadas de los últimos días —no en balde el diario Granma contabilizaba, con un tono de queja, el número de informaciones de prensa (900) y de mensajes en las redes informáticas (120,000) que la divulgaban -así como han abundado las especulaciones en torno al suceso y sus secuelas lógicas: entre ellas el arresto y la posible incriminación del español Ángel Carromero, líder de las Nuevas Generaciones del Partido Popular, que se encontraba al volante del auto en que murió el conocido disidente.

 Como tantas otras cosas en Cuba, la opacidad y la crispación han caracterizado el hecho, que el régimen cubano -con el respaldo hasta de los dos extranjeros que sobrevivieron- ha descrito como un accidente; versión que muchos han puesto en duda (empezando por la familia de Payá) motivados por la falta de transparencia típica del totalitarismo, así como por la existencia previa de amenazas y de un intento de asesinato del que Payá fuera víctima semanas atrás.

¿Convenía al castrismo la muerte de Oswaldo Payá? A primera vista, uno podría estar tentado a responder que sí; pues, al operar dentro del estrecho marco legal que ofrece la Constitución vigente en Cuba -y sin coincidir con las opiniones más radicales de exiliados y opositores internos-, Payá había llegado a convertirse en un incordio invulnerable, sobre todo después que varios reconocimientos internacionales contribuyeran a blindar aún más su posición: un hombre honrado que aspiraba, por vías pacíficas y de diálogo abierto, a desmontar un régimen inoperante. Uno puede imaginar la incomodidad de los dirigentes cubanos ante la infatigable persistencia de quien busca ser buenamente escuchado, valiéndose de los poquísimos instrumentos que, teóricamente, una tiranía pone a su alcance, y que logra -cuando una y otra vez se niegan a escucharlo- revelar la naturaleza hipócrita y mendaz de esa tiranía.

Por otra parte, su cauteloso marco de operaciones -incluido el reconocimiento de la espuria Constitución de 1976- hacía de Payá, pensaría uno, el adversario que hasta un régimen despótico anhelaría tener: un hombre avalado por el prestigio de su propia honradez que, al reconocer la Carta Magna en que se asienta el orden gubernamental, legitima ese orden, aunque aspirara a que éste diera paso a una gestión más democrática y plural. Si yo hubiera estado en los zapatos de Raúl Castro (a quien el Señor confunda) habría cuidado a Payá como a la niña de mis ojos y me habría ocupado de que dispusiera de un auto con buenos frenos y guiado por un chofer prudente. Porque en cualquier cambio futuro -que inevitablemente ocurrirá- él habría sido uno de los líderes de la “oposición leal” (dicho sin demérito alguno a su memoria).

Con su muerte, Cuba ha perdido a uno de sus hijos más nobles, pero el régimen también ha perdido -aunque sea potencialmente- a uno de sus más sinceros e inteligentes interlocutores. Ahora predominará más la desconfianza y el escepticismo en las soluciones pacíficas y negociadas y, por muchas promesas que hagan los miembros del Movimiento Cristiano Liberación de seguir los pasos de su líder desaparecido, en el ánimo de la mayoría de los cubanos, de dentro y fuera, ha aumentado la cólera, pareja a la convicción de que el caso de Cuba -tal como ha ocurrido en tantos otros escenarios- no tiene otra salida que la violencia.

Acaso alguna vez pueda decirse que la muerte de Oswaldo Payá -el más elocuente portavoz de una transición pacífica en Cuba- sirvió para convencer a sus compatriotas de la ineficacia de esa propuesta y de la necesidad de volver a optar por los viejos recursos para la remoción de tiranías: el fuego y la sangre.

© Echerri 2012

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