JOSE M. FERNANDEZ PEQUEÑO: Cuba: la fe en poder, el poder como religión


Cuba: la fe en poder, el poder como religión




Pronto hará cuatro meses que el papa Benedicto XVI visitó Cuba, en medio de crecientes acercamientos entre la alta jerarquía católica cubana y el Gobierno de ese país, hasta no hace mucho rivales enconados. Como era de esperar, la presencia del Sumo Pontífice en una isla cuya situación política genera puntos de vista extremos exacerbó a tirios y troyanos. De mi parte, mientras veía a mis coterráneos arracimarse en las calles para saludar al insigne personaje, no pude sino recordar una curiosa ironía que por décadas me ha picado la atención.
El gobierno que se estableció en Cuba al institucionalizarse la revolución de 1959 no solo se declaró ateo y discriminó a los creyentes, sino que también sostuvo dilatadas y en ocasiones violentas desavenencias con varias denominaciones religiosas, en particular con la Iglesia Católica. Sin embargo, y en aparente paradoja, la estructura que resultó del maridaje entre ese proceso revolucionario y el modelo socialista soviético, una vez llegada la segunda mitad de los años sesenta, copió muchas de las pautas simbólicas y procedimentales de los sistemas religiosos. Veamos si no.
Semejante a cualquier religión, el núcleo que dio sentido a la estructura político-social revolucionaria fue un dogma de fe mediante el cual nación, patria, cultura y sistema político fueron presentados como una unidad indisoluble que, se decía, era la única forma de salvar al país. Esa verdad no necesitó demostración ni admite cuestionamientos. Hacerlo significa un atentado contra la causa, un sacrilegio, como ocurre en toda religión cuando se someten a la cruda razón crítica sus pilares teológicos. Los matices se cerraron: Dentro de la revolución, todo; fuera de esta, nada. Igual proceden casi todos los credos religiosos: Cada uno se autodesigna como proveedor exclusivo de la salvación eterna para sus fieles. ¿El resto de la humanidad? ¡Al infierno!
Para las religiones es bastante fácil sostener la pertinencia de una formulación simbólica como esa, pues el alma de los seres humanos siempre está corriendo grave riesgo de perderse en medio de las disyuntivas y las tentaciones que planteará un futuro desconocido e inquietante. En el caso de un sistema político, el asunto es más complicado. La solidez de tal propuesta depende por completo de que realmente el país esté en perpetuo e inminente peligro de sucumbir bajo una amenaza, mucho más si es foránea. Esto explica la manera en que el Gobierno cubano ha buscado validarse a través de una confrontación sin opciones con los Estados Unidos. Más difícil de entender es cómo el grueso de quienes adversan al sistema político de la isla no se ha percatado de que la respuesta violenta, obcecada y frontal propicia una justificación y, a través de esta, favorece el equilibrio interno del mismo estatus quo que se pretende combatir.
Por otra parte, para actuar como tal, un dogma de fe requiere ser sustentado a partir de un estado divino incuestionable. El papel de dios, para el caso revolucionario cubano, fue asumido por un mesías verde olivo hecho de inteligencia versátil, guapería caribeña, liderazgo machista y marrulla de barrio. No fue una deidad que naciera de sí misma; se declaró descendiente de un apóstol decimonónico que, según parece, tuvo las mejores dotes para la premonición. La nueva palabra mítico-revolucionaria cobró, pues, incontrovertible materia de consigna: “Te lo prometió Martí y Fidel te lo cumplió”. Pero como el dios (esa infinita superioridad) no puede ser imitado, se hizo imprescindible poner en escena un delirante culto por los héroes y los mártires (palabra de fuerte vinculación cristiana) que, entendidos como modelos, terminaron por emular el hieratismo del nutrido santoral católico.
Tomando en cuenta que los apóstoles de pensamiento profundo no abundan por estas tierras dadas a la lascivia y el goce de lo inmediato, fue necesario adoptar a Marx, Engels y Lenin, cuya compleja formulación materialista-dialéctica, una vez traducida en manuales para lerdos, demostraba científicamente la existencia del infierno y el paraíso. El primero era el capitalismo, simbolizado en clave suprema por un imperio norteamericano que, dicho sea de paso, se ha esforzado hasta la tontería en cumplir su papel de diablo contradictor. El paraíso, no faltaba más, era el socialismo que pariría al hombre nuevo, material y espiritualmente pleno, que no necesitaba morir para alcanzar la gloria de la justicia social. ¿Alguien quiere mejor oferta?
La virtud y el comedimiento que la religión compensa con la promesa de una vida eterna fueron sustituidos por la fidelidad ciega a la causa y la delación mutua; la confesión y los avemarías que limpian pecados encontraron su homólogo en la autocrítica y el trabajo “voluntario”; a la contención, el respeto y el temor de Dios, se prefirió la adhesión y los silencios oportunos que permitían mantenerse dentro de la vanguardia revolucionaria; el remordimiento que consume a los pecadores se convirtió en exclusión, ostracismo y exilio para quienes pretendieran plantear una opción diferente; y así una penosa colección de dobleces que separó radicalmente a los miembros de la sociedad cubana y ritualizó su cotidianidad hasta convertirla en una liturgia tan reiterativa como la propia misa católica.
La estructura política y social revolucionaria reposa sobre un tupido sistema de símbolos diseñados en torno a la vocación mesiánica, el temor a ser excluido y la adhesión emocional. Lo mismo que cualquier religión más o menos estructurada. Su intensa confrontación con los sistemas mágicos y/o religiosos nacionales luego de 1959 fue un pulseo con entidades de estructuras parecidas para disputarles el dominio sobre las almas de los cubanos, un poder que el Gobierno revolucionario no iba a compartir con nadie (ni la familia, ni la religión, ni los grupos de pertenencia que propicia la sociedad civil, etc.), aupado como entonces estaba por la popularidad nacionalista, las promesas de un mundo no solo distinto sino también mejor, la solidaridad internacional y los recursos soviéticos.
Que ese sistema de símbolos ha sido exitoso, lo demuestra el hecho de que hasta los enemigos del régimen establecido en Cuba por más de medio siglo actúan bajo su influjo y reaccionando según la mejor conveniencia de los gobernantes cubanos. A pesar de lo que indica una dilatada experiencia, siguen apostando por una confrontación despiadada, sin matices, que niega de plano algún valor a todo lo ocurrido en Cuba luego de 1959 y aporta una importante cuota al equilibrio interno de la actual y agotada estructura político-social de la isla. Frente a esa intolerancia que se pretende oponer a la intolerancia revolucionaria, el cubano de a pie, agobiado por las penurias, desencantado, sin acceso a una información plural y envuelto en una lucha tremenda por sobrevivir, tiene todo el derecho a ser cuidadoso antes de apoyar a unos opositores que le son continuamente presentados como los diablos que arrasarán con el país una vez cambien los actuales y sempiternos gobernantes.
Quienes en Calle 8 trituran con aplanadoras discos de músicos por el solo hecho de actuar en la isla pueden desgañitarse aclarando que es nada más un gesto simbólico. El que dentro de Cuba bracea buscando salvar lo poco que le ha dejado el despeñadero revolucionario está obligado a ser cauteloso ante tanta saña y sentirse muy poco inclinado a investigar cuán simbólico o literal sería ese aplanamiento en caso de que la situación cambiara en su país. En este caso, funciona aquello de “vale más malo conocido que bueno por conocer”.
Por eso apoyo cualquier propuesta de diálogo, no importa quién la haga. Lo que ocurre es que hay distintos tipos de diálogos: unos decorosos, otros no tanto.
Hoy las circunstancias son bien distintas a las que en los sesenta permitieron en Cuba el diseño de una estructura política absolutamente centralizada y de férreo control social: No hay guerra fría y bipolar, ni campo socialista aliado, ni Unión Soviética que pague las cuentas, ni posibles sueños por cumplir… Solo queda en la isla caribeña una economía destruida, un grupo de dirigentes envejecidos, una legión de promesas incumplidas y una barbaridad de consignas agotadas, que se diluyen en la rutina y la doble moral desgastante.
¿Por dónde podría comenzar a hacer concesiones el Gobierno cubano para buscar nuevos aliados con el fin de sostener el equilibrio interno sin tocar la esencia del sistema? Pues por su semejante, la Iglesia Católica. Para esto, solo se requiere olvidar a miles de muertos, perseguidos, encarcelados, expulsados de centros de estudio y trabajo, obligados al exilio… en fin, montones de vidas rotas por el simple hecho de ser creyentes. Pero, ya se sabe, nada es realmente importante si está en juego el poder, y esa es otra coincidencia entre los dirigentes cubanos y la alta jerarquía católica dentro del país. Lo prueba la historia.
En todo esto pensé mientras veía a los cubanos mover banderitas a lo largo de Carretera del Morro, en Santiago, para recibir al Papa, como tantas veces antes las han movido “voluntaria y entusiastamente” para celebrar a jefes de Estado que apenas conocían. Pero sobre todo cuando leí el cartel que agitaba una señora; decía: “Mi trabajo es creer y aferrarme a la fe, el de Dios es hacer milagros”. ¿A cuál dios se estaría refiriendo?

Foto del autor.

Comentarios

Entradas más populares

LA PIRAMIDE DE MASLOW Y LA SITUACION CUBANA

EN MEMORIA DEL PADRE FERNANDO ARANGO

Marcos Antonio Ramos | Algo sobre el ecumenismo de hoy

Fallece en Santo Domingo el Hermano Alfredo Morales

Siro del Castillo: exilio, entrega y colores

UN EVENTO QUE NO DEBE SER OLVIDADO: Primer Congreso Nacional Católico de Cuba

HISTORIA DE CUBA | Perucho Figueredo y su verdadera fecha de nacimiento

POLITICA HACIA CUBA | Donald Trump: ¿Cambios en la política hacia Cuba? Por: Nicanor León Cotayo

PUNTOS DE VISTA: EL MEDIO ORIENTE Y NOSOTROS