Mis primeros 30 años en USA
Jorge Ramos
Hace 30 años llegué a vivir a Estados Unidos y todo lo que tenía lo podía cargar: una maleta, un portafolios, mi guitarra, la sensación de que México me agobiaba y la esperanza de que aquí todo se podía lograr. Vine por un año. Pero como la mayoría de los inmigrantes, me quedé.
Como decía el viajero francés, Alexis de Tocqueville, “los felices y los poderosos no se van al exilio”. Los que se van es porque algo los empuja a irse y algo los atrae de otro lugar. En mi caso, me fui de un México autoritario, que censuraba a la prensa, cuyo gobierno mataba a opositores y hacía fraude electoral cada seis años. Ese no era un México para jóvenes ni para soñadores.
En otras palabras, ese era un México priísta y eso explica, en parte, mi gran temor a que el regreso del PRI a la presidencia implique viejas prácticas de corrupción y nuevos abusos. Soy de los que dudan que los dinosaurios pueden cambiar de piel y volverse, mágicamente, demócratas.
Estados Unidos, rápidamente, se convirtió en mi trinchera. Lo que me atrajo de este país es esa maravillosa sensación de libertad. Nunca, nadie, me ha dicho qué decir o qué no decir. Y en mi profesión de periodista ese es el paraíso. Todos estamos protegidos por la primera enmienda de la Constitución que nos da casi absoluta libertad de expresión y de prensa. No se puede pedir más.
Critiqué, por ejemplo, a George W. Bush por ser uno de los peores presidentes que ha tenido este país –durante su gobierno pasaron los actos terroristas del 2001, se inventó una guerra salvaje en Irak y dejó la peor crisis económica desde la gran depresión– y no pasó nada. Solo me dejaron de invitar a las fiestas de Navidad en la Casa Blanca y no pude entrevistar más al presidente. Pero nadie se metió con mi trabajo.
No deja de sorprenderme ese propósito de equidad tan estadounidense. “Todos los hombres (y mujeres) somos creados iguales”, dice su Declaración de Independencia. Y es aleccionador que un país que vivió décadas de esclavitud, seguidas por décadas de discriminación y racismo, haya escogido a su primer presidente afroamericano y luego lo haya reelegido. Aquí solo importan las decisiones y las ideas de Barack Obama, no su raza. Ese es un gran ejemplo para el mundo.
Estados Unidos, hacia dentro, es una sólida democracia. Son pocas las veces en que no funciona –como cuando gana un candidato sin la mayoría del voto popular, cuando la Corte Suprema de Justicia impone al ganador (sin recontar todos los votos de una elección) o cuando un grupo gasta millones de dólares apoyando un candidato. Pero, en general, aquí no se habla de fraude y los perdedores aceptar públicamente sus derrotas.
Hacia fuera, es otra historia, otra larga historia. Como ha dicho la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, y muchos otros, Estados Unidos es “la nación indispensable” y se nota. Los gobiernos norteamericanos se sienten distintos a los del resto del planeta. Su fuerza, su influencia y su dinero aseguran que sus ideas y hasta sus abusos -como las torturas a prisioneros de guerra, por mencionar solo un caso- prevalezcan sobre la voluntad de los demás. Democracia hacia dentro; superpotencia hacia fuera.
Contrario a lo que ocurre en otros países donde los que trabajan mucho pueden morir inmensamente pobres, aquí existe la creencia –corroborada millones de veces– de que el que trabaja mucho siempre sale adelante. Dicen que los inmigrantes somos más ingenuos y creemos más en el “sueño americano” –casa, trabajo, éxito, escuela para tus hijos, salud para todos…– que los propios norteamericanos. En mi caso, ha sido cierto.
Estados Unidos me dio las oportunidades que mi país de origen nunca me pudo dar y, por eso, voy a estar eternamente agradecido. Mis dos hijos –Paola y Nicolás– tienen una vida mejor y muchas más oportunidades de las que yo tuve a su edad. Solo por eso, ya valió todo la pena. Otros inmigrantes comparten este mismo credo.
Nunca he dejado de ser mexicano pero ahora, también, soy estadounidense. Tengo dos pasaportes, voto en los dos países, estoy profundamente orgulloso de esta privilegiada dualidad y de ser latino o hispano. Lo mejor de Estados Unidos es la manera que abraza la diversidad y a sus inmigrantes. Así me abrazó a mí.
Lo peor –lo saben muy bien en Arizona– es cuando resurge el racismo y la xenofobia. Ahora solo espero que Estados Unidos trate a todos los inmigrantes
–particularmente a los 11 millones de indocumentados– con la misma generosidad que me trató a mí desde mi llegada.
Recuerdo perfectamente la tarde que llegué a Los Angeles hace 30 años. Casi quebrado. Pero salir caminando del aeropuerto con todas mis posesiones y en un país nuevo me hizo sentir muy libre. Y sonreí. Hoy, como dice una buena amiga periodista, también inmigrante, solo puedo decir: thank you, thank you, thank you.
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