MARCOS ANTONIO RAMOS: ENTRE DEBATES Y ENCUESTAS
Diario Las Américas
Publicado el 10-20-2012
Entre debates y encuestas
Entre debates y encuestas la revista TIME ha dedicado su edición de esta semana a Abraham Lincoln, presentándolo como experto en utilizar cualquier recurso para ganar una elección, como ofrecer empleos por doquier y prometer favores a los políticos durante la campaña. Algo que conocen bien los historiadores del período en cuestión es que Lincoln supo movilizar en 1864 las tropas hacia estados en los que necesitaba votos y escogió a un miembro de otro partido como candidato vicepresidencial para dividir a la oposición. Pero el artículo de Sidney Blumenthal insiste en señalar, correctamente, que lo hizo para obtener el triunfo de una buena causa. En aquella época no proliferaban las encuestas y el único debate importante en la memoria era el que sostuvo con Stephen
Douglas, años antes de las elecciones de 1860 que lo llevaron a la Casa Blanca. Claro que sigue existiendo una diferencia gigantesca entre conocer a Lincoln en base a un artículo de TIME o a una versión “condensada” en un solo volumen de su biografía escrita por Carl Sandburgh y leer los cuatro tomos de esa obra monumental.
En este Año del Señor 2012 - utilizo el calendario tradicional de la religión cristiana - hay encuestas para todos los gustos y debates que, según los partidarios de cada uno, fueron ganados por su candidato y no por su oponente. A poco más de dos semanas de las elecciones es imposible predecir quién obtendrá la victoria. Algunos ya se han decidido a proclamar a su favorito como “seguro vencedor”. Pero solo admito una especie de predicción: “el candidato que obtenga por lo menos 270 votos electorales será el próximo presidente sin importar si gana el voto popular por uno o por cinco puntos porcentuales”. Claro que no es una predicción formal sino simplemente una afirmación. Y si se me permite anticipar algo más concreto me atrevo a seguir haciendo resaltar lo que pudiera convertirse en realidad: “el candidato que gane el estado de Ohio será el próximo presidente”. Tan “apretado” está, al menos a dos semanas de las elecciones, el cuadro en el Colegio Electoral de 538 compromisarios.
Utilizando la imaginación y datos del pasado sería quizás oportuno pensar en una posibilidad. Un candidato pudiera obtener un porcentaje elevadísimo de votación en ciertos estados y escasos sufragios en otros. La suma de esos sufragios a nivel nacional no tiene que coincidir necesariamente con el voto electoral y con los famosos 270 compromisarios que conducen a la Casa Blanca. Recuerdo las elecciones en que Richard Nixon fue derrotado por John F. Kennedy y la diferencia en votos populares era de 112,827 votos, entre casi 70 millones de sufragios. Sin embargo, Kennedy acumuló 303 votos electorales y Nixon se tuvo que contentar con 219. El resto se le anotó a un senador demócrata conservador de Virginia, el ilustre Harry Flood Byrd cuyo nombre es desconocido para esta generación y no debe confundirse con otros políticos del mismo apellido.
La victoria en Texas e Illinois, por escasos votos, convirtió a Kennedy en el Presidente número 35. Los triunfos de Nixon, con alta votación en muchos estados, no le ayudaron a ganar. Y no estoy jugando. Mucho menos diferencia entre los dos tipos de votación se produjo en el 2000 cuando George W. Bush obtuvo 271 votos electorales contra los 267 de Albert Gore. En cualquier caso, los 539,000 votos de ventaja nacional popular no le concedieron a Gore la llegada a la Casa Blanca. Algo más de 500 sufragios otorgados a George W. Bush en Florida decidieron aquellas elecciones.
Si la diferencia entre los dos candidatos sigue subiendo y bajando semanalmente hasta el día de las elecciones, los debates recibirán una atención extraordinaria ya que nadie sabe lo que va a pasar en noviembre. Tampoco me entusiasmo demasiado con los debates. John Kennedy no triunfó en 1960 por su aparente victoria en un histórico debate, que fortaleció su imagen, pero que no le otorgó el triunfo. Kennedy llegó a la Casa Blanca gracias a la maquinaria electoral de su compañero como candidato vicepresidencial Lyndon Johnson en Texas y a la del alcalde Richard Daley en Chicago, Illinois. Y punto. Sin esas maquinarias pudiera haber obtenido otro galardón como consuelo, pero no la Presidencia de EE.UU.
Pero debo confesar que no me opongo al Colegio Electoral pues algo así debe existir en un país donde en cada uno de los 50 estados se decide sobre normas y procedimientos de votación. Estados Unidos es una democracia realmene federal y no centralista. Para un voto popular nacional que decida el resultado sería necesario empezar por quitarle a los estados la facultad de decidir cómo se lleva a cabo la votación hasta en sus más mínimos detalles y eso sería difícil pues requeriría cambios constitucionales. Modificaciones al funcionamiento del Colegio Electoral tienen sentido, pero abolirlo de un día para otro sería casi imposible. Se trata de un tema muy polémico que no deseo abordar, como tampoco deseo hacerlo con el sufragio universal y otros asuntos.
Pues bien, enfrentado a la nueva edición, corregida y aumentada, de esas “gloriosas” encuestas que seguirán afectando a electores con padecimientos nerviosos y tolerando amistosamente a quienes creen que “ganar” en un debate garantiza o asegura la capacidad de un candidato para gobernar a la nación mas poderosa, me atrevo a una celebración diferente, sin negar del todo el valor de debates y encuestas.
En lo personal, me congratulo por haber combatido en el 2012, como hice en el 2008, los prejuicios religiosos en la vida pública. En varios artículos he insistido en que el candidato republicano Mitt Romney tiene el mismo derecho de llegar a la Casa Blanca que un ciudadano que pertenezca al 48 o 51 por ciento de protestantes o el 23 o 24 por ciento de católicos que residen en Estados Unidos. Los mormones no han crecido por la llegada de inmigrantes extranjeros sino por otros métodos. Algo parecido sucede con los protestantes, que tampoco han sido beneficiados, desde fines del siglo XIX, con una ola de inmigrantes de esa fe. Y en oposición a los secularizantes profesionales de hoy sería una señal alentadora que un ciudadano que ha servido como misionero y Obispo (pastor) de su Iglesia pueda ser elegido como cualquier otro estadounidense. En Alemania ni los católicos ni los agnósticos han objetado que el actual Presidente de ese país sea un pastor luterano y la Jefa del Gobierno la hija de otro clérigo de esa misma confesión.
Retomando el tema original, Mitt Romney tiene el mismo derecho como mormón a ser Presidente, que nuestro actual mandatario Barack Obama, afroamericano. Y hasta un ciudadano del 20% que no profesa ninguna religiosidad posee también ese derecho. Tal fue la voluntad de los padres fundadores de la nación, casi todos protestantes, al menos nominalmente, pero algunos de los cuales no profesaban creencias tradicionales.
Se va desvaneciendo el mito de que un mormón no puede ser elegido Presidente. Lo mismo sucedió con aquello de que un católico o un afroamericano no podía llegar a la Casa Blanca. No puedo predecir el vencedor del 2012, pero quiero celebrar, en medio de debates y encuestas, que la nación no impone una creencia en particular. Algunos grupos religiosos tuvieron que esperar hasta fecha reciente para tolerar oficialmente a los demás. Los cuáqueros, con un estilo de vida estricto, no lo impusieron a los demás, aunque algunos los confunden con los antiguos puritanos. Los cuáqueros no justificaron nunca la esclavitud o la discriminación sino que las combatieron con sus métodos siempre pacíficos y fraternales. Su ideal parece haber triunfado. Me descubro ante esos viejos y buenos amigos mios.
Douglas, años antes de las elecciones de 1860 que lo llevaron a la Casa Blanca. Claro que sigue existiendo una diferencia gigantesca entre conocer a Lincoln en base a un artículo de TIME o a una versión “condensada” en un solo volumen de su biografía escrita por Carl Sandburgh y leer los cuatro tomos de esa obra monumental.
En este Año del Señor 2012 - utilizo el calendario tradicional de la religión cristiana - hay encuestas para todos los gustos y debates que, según los partidarios de cada uno, fueron ganados por su candidato y no por su oponente. A poco más de dos semanas de las elecciones es imposible predecir quién obtendrá la victoria. Algunos ya se han decidido a proclamar a su favorito como “seguro vencedor”. Pero solo admito una especie de predicción: “el candidato que obtenga por lo menos 270 votos electorales será el próximo presidente sin importar si gana el voto popular por uno o por cinco puntos porcentuales”. Claro que no es una predicción formal sino simplemente una afirmación. Y si se me permite anticipar algo más concreto me atrevo a seguir haciendo resaltar lo que pudiera convertirse en realidad: “el candidato que gane el estado de Ohio será el próximo presidente”. Tan “apretado” está, al menos a dos semanas de las elecciones, el cuadro en el Colegio Electoral de 538 compromisarios.
Utilizando la imaginación y datos del pasado sería quizás oportuno pensar en una posibilidad. Un candidato pudiera obtener un porcentaje elevadísimo de votación en ciertos estados y escasos sufragios en otros. La suma de esos sufragios a nivel nacional no tiene que coincidir necesariamente con el voto electoral y con los famosos 270 compromisarios que conducen a la Casa Blanca. Recuerdo las elecciones en que Richard Nixon fue derrotado por John F. Kennedy y la diferencia en votos populares era de 112,827 votos, entre casi 70 millones de sufragios. Sin embargo, Kennedy acumuló 303 votos electorales y Nixon se tuvo que contentar con 219. El resto se le anotó a un senador demócrata conservador de Virginia, el ilustre Harry Flood Byrd cuyo nombre es desconocido para esta generación y no debe confundirse con otros políticos del mismo apellido.
La victoria en Texas e Illinois, por escasos votos, convirtió a Kennedy en el Presidente número 35. Los triunfos de Nixon, con alta votación en muchos estados, no le ayudaron a ganar. Y no estoy jugando. Mucho menos diferencia entre los dos tipos de votación se produjo en el 2000 cuando George W. Bush obtuvo 271 votos electorales contra los 267 de Albert Gore. En cualquier caso, los 539,000 votos de ventaja nacional popular no le concedieron a Gore la llegada a la Casa Blanca. Algo más de 500 sufragios otorgados a George W. Bush en Florida decidieron aquellas elecciones.
Si la diferencia entre los dos candidatos sigue subiendo y bajando semanalmente hasta el día de las elecciones, los debates recibirán una atención extraordinaria ya que nadie sabe lo que va a pasar en noviembre. Tampoco me entusiasmo demasiado con los debates. John Kennedy no triunfó en 1960 por su aparente victoria en un histórico debate, que fortaleció su imagen, pero que no le otorgó el triunfo. Kennedy llegó a la Casa Blanca gracias a la maquinaria electoral de su compañero como candidato vicepresidencial Lyndon Johnson en Texas y a la del alcalde Richard Daley en Chicago, Illinois. Y punto. Sin esas maquinarias pudiera haber obtenido otro galardón como consuelo, pero no la Presidencia de EE.UU.
Pero debo confesar que no me opongo al Colegio Electoral pues algo así debe existir en un país donde en cada uno de los 50 estados se decide sobre normas y procedimientos de votación. Estados Unidos es una democracia realmene federal y no centralista. Para un voto popular nacional que decida el resultado sería necesario empezar por quitarle a los estados la facultad de decidir cómo se lleva a cabo la votación hasta en sus más mínimos detalles y eso sería difícil pues requeriría cambios constitucionales. Modificaciones al funcionamiento del Colegio Electoral tienen sentido, pero abolirlo de un día para otro sería casi imposible. Se trata de un tema muy polémico que no deseo abordar, como tampoco deseo hacerlo con el sufragio universal y otros asuntos.
Pues bien, enfrentado a la nueva edición, corregida y aumentada, de esas “gloriosas” encuestas que seguirán afectando a electores con padecimientos nerviosos y tolerando amistosamente a quienes creen que “ganar” en un debate garantiza o asegura la capacidad de un candidato para gobernar a la nación mas poderosa, me atrevo a una celebración diferente, sin negar del todo el valor de debates y encuestas.
En lo personal, me congratulo por haber combatido en el 2012, como hice en el 2008, los prejuicios religiosos en la vida pública. En varios artículos he insistido en que el candidato republicano Mitt Romney tiene el mismo derecho de llegar a la Casa Blanca que un ciudadano que pertenezca al 48 o 51 por ciento de protestantes o el 23 o 24 por ciento de católicos que residen en Estados Unidos. Los mormones no han crecido por la llegada de inmigrantes extranjeros sino por otros métodos. Algo parecido sucede con los protestantes, que tampoco han sido beneficiados, desde fines del siglo XIX, con una ola de inmigrantes de esa fe. Y en oposición a los secularizantes profesionales de hoy sería una señal alentadora que un ciudadano que ha servido como misionero y Obispo (pastor) de su Iglesia pueda ser elegido como cualquier otro estadounidense. En Alemania ni los católicos ni los agnósticos han objetado que el actual Presidente de ese país sea un pastor luterano y la Jefa del Gobierno la hija de otro clérigo de esa misma confesión.
Retomando el tema original, Mitt Romney tiene el mismo derecho como mormón a ser Presidente, que nuestro actual mandatario Barack Obama, afroamericano. Y hasta un ciudadano del 20% que no profesa ninguna religiosidad posee también ese derecho. Tal fue la voluntad de los padres fundadores de la nación, casi todos protestantes, al menos nominalmente, pero algunos de los cuales no profesaban creencias tradicionales.
Se va desvaneciendo el mito de que un mormón no puede ser elegido Presidente. Lo mismo sucedió con aquello de que un católico o un afroamericano no podía llegar a la Casa Blanca. No puedo predecir el vencedor del 2012, pero quiero celebrar, en medio de debates y encuestas, que la nación no impone una creencia en particular. Algunos grupos religiosos tuvieron que esperar hasta fecha reciente para tolerar oficialmente a los demás. Los cuáqueros, con un estilo de vida estricto, no lo impusieron a los demás, aunque algunos los confunden con los antiguos puritanos. Los cuáqueros no justificaron nunca la esclavitud o la discriminación sino que las combatieron con sus métodos siempre pacíficos y fraternales. Su ideal parece haber triunfado. Me descubro ante esos viejos y buenos amigos mios.
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