COLUMNA SEMANAL DE MARCOS ANTONIO RAMOS: México y EE.UU., apuntes sobre un destino común

Diario Las Americas
Publicado el 07-07-2012
México y EE.UU., apuntes sobre un destino común
Por Marcos Antonio Ramos

Las relaciones entre México y EE.UU., son demasiado importantes como para no otorgarle importancia a las elecciones que acaban de dar el triunfo al licenciado Enrique Peña Nieto y han hecho regresar al poder el histórico Partido Revolucionario Institucional (PRI). Independientemente de viejos diferendos y de situaciones tan graves como la representada por la frontera y la inmigración ilegal, la patria de Juárez es un mercado indispensable para EE.UU. Un alto grado de desestabilización en México representaría un gravísimo problema para los EE.UU., y su población.

En otras palabras, que en cierta forma existe un destino común en aspectos fundamentales y esto no puede resolverse ocupándose de otras prioridades y mucho menos con la retórica de los candidatos de ambos partidos. Ni EE.UU., puede desentenderse de lo ocurrido en México, ni ese país puede ejercitar un nacionalismo a ultranza, alejado de las realidades de nuestro tiempo y de cambios que afectan no sólo la economía y las relaciones políticas sino los intereses de dos pueblos a los cuales la geografía, la historia y la economía han situado cerca el uno del otro. Sin basarme en aquello de: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de EE.UU.”

El hecho de que el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD) no haya resultado electo representa un alivio en medio de complicaciones tan grandes que cualquier incidente o cambio de posición en un detalle en particular pudiera alterarlo todo. Al menos desde la perspectiva de intereses comunes la intensificación de enfrentamientos y el desmesurado aumento de la retórica, ya sea nacionalista en México o nativista en EE.UU., pudieran conducir a un desastre mayor.

Es curioso que reine el desconocimiento de la historia de las relaciones entre los dos países. Algunos simplemente se refieren al episodio de “El Alamo”, a la anexión de Texas y gran parte del territorio mexicano y, si acaso, a documentales del Canal de Historia sobre la guerra entre México y EE.UU., (1846-1848). Entrar sin cautela en tales asuntos contribuye a agigantar cualquier diferendo. Un sector de mexicanos y estadounidenses ha decidido asumir su historia y seguir adelante. Lo integran personas informadas, con los pies en la tierra. Un discurso antimexicano o antiamericano no ayudará a resolver algo.

Si retomamos el tema electoral se pudiera hasta olvidar que el PRI, con sus muchos defectos, contribuyó a mantener cierto grado de estabilidad en las relaciones entre México y EE.UU. Al mismo tiempo, la liberalización en la era de Juárez, la relativa modernización en la de Porfirio Díaz y la época también autoritaria de los 71 años del PRI, que reemplazó gradualmente al periodo más violento de la Revolución Mexicana de principios del siglo XX, todos esos asuntos y otros, se relacionan con la presencia mexicana en la historia de Norteamérica, pero a partir de los años veinte tienen que ver con el PRI más que con ninguna otra fuerza. Casi que pudiera afirmarse que el PRD no es más que el ala izquierda separada del viejo PRI y el Partido Acción Nacional (PAN) el ala derecha alejada de ese movimiento. Sin olvidar que en ambos partidos hay grupos que se opusieron a la política “priista”. El PRD recogió a viejos estalinistas, trotskistas, etc. El PAN tuvo entre sus fundadores a partidarios de cosas tan respetables como la Iglesia, con legítimo arraigo popular e histórico, pero también a amigos del fascismo criollo de los años treinta y cuarenta. Ninguno de los tres grandes partidos está constituido por aquellos que en Cuba llamábamos con cierta burla “químicamente puros”. Esa situación se aplica a otros países y sus partidos.

El estudioso del México contemporáneo debe acudir a libros de Enrique Krauze, Carlos Fuentes, Octavio Paz y una lista de autores. Los trabajos de Jorge Castañeda son muy útiles y pueden considerarse entre los mas equilibrados. Aquellos dos enormes volúmenes del Diccionario Porrúa (historia, biografía y geografía de México), la interesante “Historia de México” de la Universidad de Oxford y la “Historia General de México” publicada por el Colegio de México, son, entre otras fuentes, la continuación de una historiografía con los nombres ilustres de José María Luis Mora, Lucas Alamán, Justo Sierra, José Vasconcelos y otros próceres de una lista igualmente larga. A Krauze agradezco su obra “Caudillos Culturales en la Revolución Mexicana”, que tanto me ayudó a entender el proceso revolucionario mexicano, apasionante hasta para alguien nada inclinado a las revoluciones como el autor de este artículo.

En ese recuento quiero destacar la obra en tres volúmenes “La Cristiada” de Jean Meyer, mucho más cercana a la sangrienta lucha entre el secularismo de Plutarco Elías Calles (fundador del PRI, aunque con otro nombre) y campesinos partidarios de la tradición católica y la influencia del clero en México, pero que no contaron con el apoyo de la Iglesia. Debo aclarar que Meyer es mas bien favorable a los “cristeros”, aunque con equilibrio, y es también el más documentado de sus investigadores académicos. Si usted se pregunta, con todo derecho, qué relación tiene su obra con este artículo, debo compartir una inquietud.

Estudiar la historia de un país no consiste en citar datos extraídos de una película. La que se exhibe en estos días sobre “La Cristiada” y “los cristeros”, merece ser vista y tiene valores y muy buenos actores, pero de ahí a profundizar en ese asunto hay una distancia tan grande como la existente entre los dos polos de la Tierra. Como tampoco producciones tan inspiradoras para mi generación como “Quo Vadis”, “El Manto Sagrado” y “Demetrio el Gladiador” son fuentes confiables para el estudio de los orígenes del cristianismo.

Ofrecer opiniones con pretensiones de categóricas y depender de comentarios rápidos y altamente parcializados sobre la relación entre EE.UU., y México, que a veces dan la impresión de ser extraídas de alguna versión cinematográfica del drama histórico de “El Alamo”, de la magnífica telenovela “La Antorcha Encendida” o de filmes estadounidenses sobre Pancho Villa y Emiliano Zapata, sería sin duda un ejercicio peligroso.

Aprendí a amar la historia de México e inicié mi recorrido por el tema de sus relaciones con EE.UU., gracias a un personaje extraordinario, alguien que participó en aquella ya vieja Revolución, un erudito con obra copiosa, eximio crítico literario del diario “Excelsior” de Ciudad México con el seudónimo “Pedro Gringoire”, gran amigo de los cubanos exiliados, entrañable colega del escritor Mauricio Magdaleno. Me refiero al profesor Gonzalo Báez Camargo. Aquel viejo protestante mexicano, congregó con su sepelio, en una era de enfrentamientos políticos y religiosos, a prelados católicos y ministros protestantes, a líderes del PRI, el PAN y hasta de la izquierda mexicana, conocida entonces con innumerables nombres y a la cual combatió ideológicamente toda su vida.

No fue un antiamericano profesional, mucho menos alguien dado a repetir consignas. No acudió a viejos resentimientos, ni fue un vocero incondicional de posiciones extranjerizantes. Amó mucho a su México, pero sin odios ni rencores hacia otros países y sus pueblos. Mi viejo maestro en la distancia, a cuyo centenario dediqué en el 1999 un diccionario de religiones, me convenció de que no había nada simple en la materia que me ocupa hoy. Tampoco hay algo sencillo en la victoria del PRI. Antes ganaba como la aceitada maquinaria del estado, ahora lo hizo como una efectiva maquinaria partidista.

Al fin y al cabo, triunfó por casi 7 puntos porcentuales. Como se reconoce esa victoria, hay que seguir aceptando la realidad de que México y EE.UU., y sobre todo sus pueblos, estuvieron, están y seguirán estando íntimamente relacionados. Los méxico-americanos están aquí para quedarse, son parte integral de la historia de EE.UU., que a su vez seguirá siendo el país más importante para México.

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