Antonio Jorge y su ausencia: el sueño y la distancia
Por Marcos Antonio Ramos
Dr. Antonio Jorge |
El fallecimiento del doctor Antonio Jorge deja un vacío
entre los cubanos que será imposible de llenar. Soy simplemente uno de tantos
compatriotas que no podrá concebir plenamente su exilio sin la presencia del
amigo que acaba de fallecer. Acabo de leer el magnífico y sincero editorial
escrito esta semana por el gran cubano honoris causa don Horacio Aguirre y
todavía me siento emocionado, sin exagerar. Comprendí inmediatamente después de
esa lectura que yo estaba obligado también a escribir sobre Antonio. Se trataba
de una presencia constante e inspiradora que no es posible reemplazar. El
profesor Jorge fue, además de un gran cubano y un fiel amigo, así como alguien
que poseyó un poder de convocatoria insuperado en muchos círculos del exilio
cubano. Notable economista, con una apreciable cultura histórica y humanística,
Jorge nos abandona físicamente en una hora compleja, llena de incertidumbre, a
pesar de esperanzas en el horizonte.
De ese buen amigo recibí siempre el mejor trato y el mayor afecto, pero deseo destacar sobre todo que fue uno de esos personajes inolvidables a los cuales se recuerda siempre de la misma manera. Con eso intento decir que Antonio no cambió jamás. Nos recibía a los que éramos jóvenes y desconocidos de la misma forma que a aquellos que eran sus colegas, participaban en actividades públicas o publicaban artículos y libros. Trataba cordialmente a personas conocidas y también a las que no lo eran. Admiro a los que demuestran con su conducta ser siempre los mismos. Así fue el doctor Jorge.
Hace un cuarto de siglo que Antonio escribió el prólogo de uno de mis libros, en este caso escrito en lengua inglesa: “Protestantism and Revolution in Cuba”, publicado por la Escuela de Estudios Internacionales de la Universidad de Miami. Me daba magníficos consejos sobre la actividad editorial y el ambiente académico. En una ocasión me ofreció trabajar con él en una institución de altos estudios, pero yo estaba comprometido en aquel entonces, como profesor, con un seminario teológico. Me había advertido, años atrás, sobre el error que podía cometer en caso de seguir un programa doctoral que no coincidíera plenamente con mi vocación académica. La lista de sus recomendaciones y advertencias, algunas de ellas estrictamente sobre asuntos muy personales, es larga y admito que casi siempre tuvo la razón con sus consejos. El tiempo se encargó de demostrármelo.
El conocimiento que Antonio tenía de materias económicas es reconocido ampliamente. Pero debo dejar testimonio adicional de que el profesor Jorge conocía profundamente otras materias y asignaturas, algunas de ellas ajenas a su especialidad. Podía conversar sobre ellas y hasta discutir de forma impresionante. Hablamos muchas veces de historia de la Iglesia, religiones universales, teología clásica y estudios teológicos contemporáneos. Y, por supuesto, de historia de Cuba. Desde muy temprano en su vida descubrió, como Carlyle, que la mejor universidad es una buena biblioteca. Sus copiosas lecturas sobre tantos asuntos repercutieron muy favorablemente sobre sus clases en materia económica y su dominio de la historia.
En frecuentes conversaciones hablábamos acerca de Cuba y de otros países. Y le agradaba que le recordara que conocí el lugar donde él nació en Santa Cruz del Norte. Su rostro brillaba cada vez que yo mencionaba “La loma del tanque” en cualquier referencia a ese municipio, donde también nació otro gran amigo, el economista y comentarista político Frank J. Díaz Pou. En esa misma zona pasó toda su niñez y adolescencia mi esposa, originaria de Jibacoa del Norte, municipio de Santa Cruz del Norte.
Antonio fue un católico muy devoto que mantuvo siempre las mejores relaciones con sus hermanos de confesión protestante. Su conocimiento de la teología reformada era apreciable, sólo superada, quizás, entre cubanos no evangélicos, por el maestro de maestros, el doctor Rolando Amador, con quien también fui frecuente compañero de conversación acompañado muchas veces del inolvidable doctor Rafael Díaz-Balart, el querido “Rafaelito” del Colegio Presbiteriano de Cárdenas y del Seminario Teológico de Princeton. Antonio Jorge, Rolando Amador y Rafael Díaz-Balart. dominaban intrincados problemas teológicos.
Alguien a quien Antonio mencionaba mucho era el doctor Julio Avello, sociólogo, profesor y empresario de altos vuelos, el cual inicialmente había sido mi compañero en la formación como ministro de la Iglesia. Con su invariable sentido del buen humor, Antonio me decía: “Tony hay que reunirse con Julio, pero, eso sí, aprovecharlo para que nos invite a comer en el mejor y más lujoso restaurante del condado Miami Dade y sus alrededores”. Todo eso, repito, era en broma, como tantas otras cosas en las que encontraba refugio un hombre que enfrentó las más difíciles situaciones con una combinación de estoicismo y de una singular consagración a la filosofía cristiana de la vida. Excelente hijo, padre y esposo, Antonio Jorge es uno de los mejores ejemplos de ser humano que he conocido en mi ya larga existencia. Quizás el mejor de todos. Un hombre sin fanatismos o extremismos de alguna clase, con convicciones firmes, pero de mente abierta, respetuoso de opiniones diferentes a la suya, capaz de disentir sin ofender, algo que necesitamos imitar en este ambiente local que no siempre ha sido propicio a desarrollar ampliamente esa actitud. Lo he comentado mucho con uno de sus mejores y más leales amigos, el doctor Armas, que siempre me mantuvo bien informado acerca de Antonio.
Comentaba hace tiempo con Jaime Suchlicki, a quien conocí hace muchas décadas por intermedio de Antonio, que muchos cubanos hemos intentado enfrentar nuestro distanciamiento físico de la tierra natal estudiando la historia y cultura del pueblo cubano. Un escritor demasiado polémico, pero con gran capacidad, Luis Ortega Sierra (“Pasquín”), escribió un ensayo sobre José Martí con el título “El Sueño y la Distancia”. Hay mucho de eso en la manera que tenemos de concebir la patria los exiliados de larga data. El doctor Jorge encontró quizás en los estudios económicos aplicados a su país una forma de hacer frente a esa larga ausencia de la patria con la que se sueña, a veces casi en aras de la fantasía. Ahora nos toca a todos seguir soñando, pero con la triste tarea de enfrentar la realidad de esa distancia con la lamentable ausencia física del muy querido amigo Antonio Jorge. Somos muchos los que nos inclinamos y descubrimos ante su sombra y su recuerdo.
De ese buen amigo recibí siempre el mejor trato y el mayor afecto, pero deseo destacar sobre todo que fue uno de esos personajes inolvidables a los cuales se recuerda siempre de la misma manera. Con eso intento decir que Antonio no cambió jamás. Nos recibía a los que éramos jóvenes y desconocidos de la misma forma que a aquellos que eran sus colegas, participaban en actividades públicas o publicaban artículos y libros. Trataba cordialmente a personas conocidas y también a las que no lo eran. Admiro a los que demuestran con su conducta ser siempre los mismos. Así fue el doctor Jorge.
Hace un cuarto de siglo que Antonio escribió el prólogo de uno de mis libros, en este caso escrito en lengua inglesa: “Protestantism and Revolution in Cuba”, publicado por la Escuela de Estudios Internacionales de la Universidad de Miami. Me daba magníficos consejos sobre la actividad editorial y el ambiente académico. En una ocasión me ofreció trabajar con él en una institución de altos estudios, pero yo estaba comprometido en aquel entonces, como profesor, con un seminario teológico. Me había advertido, años atrás, sobre el error que podía cometer en caso de seguir un programa doctoral que no coincidíera plenamente con mi vocación académica. La lista de sus recomendaciones y advertencias, algunas de ellas estrictamente sobre asuntos muy personales, es larga y admito que casi siempre tuvo la razón con sus consejos. El tiempo se encargó de demostrármelo.
El conocimiento que Antonio tenía de materias económicas es reconocido ampliamente. Pero debo dejar testimonio adicional de que el profesor Jorge conocía profundamente otras materias y asignaturas, algunas de ellas ajenas a su especialidad. Podía conversar sobre ellas y hasta discutir de forma impresionante. Hablamos muchas veces de historia de la Iglesia, religiones universales, teología clásica y estudios teológicos contemporáneos. Y, por supuesto, de historia de Cuba. Desde muy temprano en su vida descubrió, como Carlyle, que la mejor universidad es una buena biblioteca. Sus copiosas lecturas sobre tantos asuntos repercutieron muy favorablemente sobre sus clases en materia económica y su dominio de la historia.
En frecuentes conversaciones hablábamos acerca de Cuba y de otros países. Y le agradaba que le recordara que conocí el lugar donde él nació en Santa Cruz del Norte. Su rostro brillaba cada vez que yo mencionaba “La loma del tanque” en cualquier referencia a ese municipio, donde también nació otro gran amigo, el economista y comentarista político Frank J. Díaz Pou. En esa misma zona pasó toda su niñez y adolescencia mi esposa, originaria de Jibacoa del Norte, municipio de Santa Cruz del Norte.
Antonio fue un católico muy devoto que mantuvo siempre las mejores relaciones con sus hermanos de confesión protestante. Su conocimiento de la teología reformada era apreciable, sólo superada, quizás, entre cubanos no evangélicos, por el maestro de maestros, el doctor Rolando Amador, con quien también fui frecuente compañero de conversación acompañado muchas veces del inolvidable doctor Rafael Díaz-Balart, el querido “Rafaelito” del Colegio Presbiteriano de Cárdenas y del Seminario Teológico de Princeton. Antonio Jorge, Rolando Amador y Rafael Díaz-Balart. dominaban intrincados problemas teológicos.
Alguien a quien Antonio mencionaba mucho era el doctor Julio Avello, sociólogo, profesor y empresario de altos vuelos, el cual inicialmente había sido mi compañero en la formación como ministro de la Iglesia. Con su invariable sentido del buen humor, Antonio me decía: “Tony hay que reunirse con Julio, pero, eso sí, aprovecharlo para que nos invite a comer en el mejor y más lujoso restaurante del condado Miami Dade y sus alrededores”. Todo eso, repito, era en broma, como tantas otras cosas en las que encontraba refugio un hombre que enfrentó las más difíciles situaciones con una combinación de estoicismo y de una singular consagración a la filosofía cristiana de la vida. Excelente hijo, padre y esposo, Antonio Jorge es uno de los mejores ejemplos de ser humano que he conocido en mi ya larga existencia. Quizás el mejor de todos. Un hombre sin fanatismos o extremismos de alguna clase, con convicciones firmes, pero de mente abierta, respetuoso de opiniones diferentes a la suya, capaz de disentir sin ofender, algo que necesitamos imitar en este ambiente local que no siempre ha sido propicio a desarrollar ampliamente esa actitud. Lo he comentado mucho con uno de sus mejores y más leales amigos, el doctor Armas, que siempre me mantuvo bien informado acerca de Antonio.
Comentaba hace tiempo con Jaime Suchlicki, a quien conocí hace muchas décadas por intermedio de Antonio, que muchos cubanos hemos intentado enfrentar nuestro distanciamiento físico de la tierra natal estudiando la historia y cultura del pueblo cubano. Un escritor demasiado polémico, pero con gran capacidad, Luis Ortega Sierra (“Pasquín”), escribió un ensayo sobre José Martí con el título “El Sueño y la Distancia”. Hay mucho de eso en la manera que tenemos de concebir la patria los exiliados de larga data. El doctor Jorge encontró quizás en los estudios económicos aplicados a su país una forma de hacer frente a esa larga ausencia de la patria con la que se sueña, a veces casi en aras de la fantasía. Ahora nos toca a todos seguir soñando, pero con la triste tarea de enfrentar la realidad de esa distancia con la lamentable ausencia física del muy querido amigo Antonio Jorge. Somos muchos los que nos inclinamos y descubrimos ante su sombra y su recuerdo.
Comentarios
Publicar un comentario