DE UNA CRISIS ANSIOSO-DEPRESIVA, EL CONDUCTOR DEL CONCH TRAIN Y LOS IRACUNDOS


Humberto San Pedro
Editor

Estoy ansioso, tengo nauseas, quizá vuelva a deprimirme, no lo sé... Lo más probable es que esté dramatizando un poco. Tengo esa tendencia, o al menos eso piensan algunos buenos amigos y familiares. En fin, aquellos que me tienen cariño, no se preocupen. No bien boto lo que me atraganta y no me deja respirar, vuelvo a mi habitual estado de paz, solidaridad y comprensión.

¿Qué qué me ocurre?

Pues ayer, Conchita y yo nos fuimos a Key West a pasar el día. Nuestro objetivo era visitar la, así llamada, "Casita Blanca de Harry S. Truman" y la casa en la que vivió Ernest Hemingway, mi narrador favorito, durante 9 años, creo, y donde --así dijo el guía-- Hemingway escribió una buena parte de sus mejores novelas.

Vista trasera del "Conch Train". Puede verse parte del conductor
que me llevo a la desesperación más absoluta.
Compré un tour de un día, el omnibus sale de Miami a las 7:45 AM y de Key West a las 5:30 PM, de modo que se dispone de +/- 6 horas para pasear por el cayo. Conchita, por su parte, compró las entradas a los dos museos y un recorrido en el llamado "Conch Train", que incluye 4 paradas --yo hubiese preferido un recorrido en el Troley, porque tiene muchas más paradas--, pero me avine a la decisión de Conchita, quien había sido aconsejada por una especialista de la oficina de turismo de Key West, de que el tren era lo mejor. Ahora intuyo, que la susodicha especialista se busca un dinerito promoviendo el tren.

El troley que pudo haber evitado mi crisis
ansioso-depresiva
 En la tienda de souvenirs que hay en todo museo que se respete, pudimos comprar varios libros de la escritora de thrillers, Margaret Truman, hija del presidente y hasta un lindo T-shirt para nuestro Manuel. En fin, la visita fue todo un exito.

Pero, en este caso a la inversa, después de la calma, viene la tempestad. Nos fuimos a la estación del malhado "Conch Train", a fin de trasladarnos a la casa de Hemingway. Pero resultó, que el tren que sale de esa estación, no llega al museo Hemingway, sino a otra estación, adonde hay que tomar otro tren, que sí va hasta aquel museo.

Tres problemas encontré en el tren, cual de ellos más irritante, y los cito en orden del nivel de irritación que me provocaron, y que me han llevado a mi actual estado --aunque en la medida en que voy relatando los acontecimientos-- me he ido relajando extraordinariamente.

A saber: 1- la ruta de ese tren, solamente incluía un recorrido por el Key West Histórico, una sucesión de casas, de diferentes dimensiones, aspectos y estados de conservación, que resulta indecentemente aburrido y demasiado largo; 2- el conductor del tren padecía de incontinencia verbal, no podía parar de hablar. A través del sistema de amplificación que tienen esos benditos trenes, me llegaba una verdadera hemorragia de explicaciones, sin pausa, sin descanso alguno --el buen hombre tenía un aliento inagotable-- y gozaba del "don" de poder hablar un inglés monotónico (se sabe que la entonación, junto al ritmo,  es un factor básico para transmitir información verbal, por lo que él no transmitía nada). Ese discurso imparable y sin sentido alguno, me martillaba el cerebro, de una manera tan devastadora, que llegué a pensar en recomendar al buen señor para integrar un equipo de interrogadores de la policía, pues el criminal más duro, no podría resistirse a hablar hasta por los codos, con tal de que mandaran a callar al señor; 3- y he aquí, lo más terrible, en el asiento que nos quedaba delante, iba una pareja de norteamericanos del modelo "iracundos", ese tipo de persona que hace sonar la bocina de su auto con enorme agresividad cuando una luz de transito se pone de color verde, y a él le parece que usted se demora mucho en mover el auto, o que le tira su vehiculo encima, con grave riesgo para su integridad física de usted, o que se lo pone al lado, baja la ventanilla y lo increpa con inmensa furia. Sé que lo está usted pensando, ese infeliz que suele terminar sus días a causa de un cancer terminal del higado, o --de una manera más piadosa, que no merece-- de un infarto masivo del miocardio. Y el climax: se escuchó el indiscreto timbre de mi movil, era mi hija, respondí y sin dejarme terminar, el hombre se viró violentamente, me ladró --como si el fuese un sargento mayor y yo un recluta-- la orden terminante de que colgara el teléfono, y se quedó mirandome con los ojos desmesuradamente abiertos, temí lo peor --que pasara a mejor vida allí mismo-- pero lamentablemente no ocurrió. El buen señor volvió su mirada hacia adelante y, después de unos minutos, que necesitó para serenarse, siguió atendiendo a la ininteligible narración del conductor. A mi no me gustó nada, pero nada, la forma usada por el individuo. Soy cubano y, es sabido que ese tipo de cosas nos irrita mucho, pero mucho, y que sentimos irrefrenables deseos de tirarnos al cuello del ofensor, y apretarlo hasta dejarlo sin resuello, o --cuando menos-- dejar a su señora madre en un estado tal, que ni la tintorería más eficiente podría limpiarla del todo, pero en los EE.UU. eso puede traer consecuencias legales muy desagradables, y no vale la pena complicarse la vida, por un infeliz, de los que tanto abundan en nuestras calles. Amén.

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